Censura, Exilio y Miedo Social en la Dictadura Argentina
El Contexto Histórico del Golpe y la Instauración de la Dictadura
El 24 de marzo de 1976 marcó un punto de inflexión en la historia argentina, cuando las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno de Isabel Perón e instauraron un régimen militar bajo el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Este golpe de Estado no fue un hecho aislado, sino que se inscribió en un contexto regional de ascenso de dictaduras militares en América Latina, muchas de ellas apoyadas por Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional. El objetivo declarado por los militares era erradicar la “subversión”, un término amplio y difuso que englobaba desde guerrilleros hasta intelectuales, sindicalistas y cualquier voz disidente.
Sin embargo, detrás de esta retórica se escondía un plan sistemático de represión que buscaba reestructurar la sociedad bajo parámetros autoritarios, eliminando cualquier forma de oposición política y social. La junta militar, encabezada por Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, implementó desde el primer momento un aparato represivo que combinaba la censura mediática, la persecución ideológica y la desaparición forzada de personas como métodos de control social.
La sociedad argentina, ya fracturada por la violencia política de años anteriores, entró en una etapa de terror generalizado donde el Estado se convirtió en el principal actor de la violencia. La desaparición de personas, los centros clandestinos de detención y la apropiación de menores fueron prácticas habituales que buscaban no solo eliminar a los opositores, sino también sembrar el miedo en la población.
Este miedo social funcionó como un mecanismo de disciplinamiento, donde la autocensura y la desconfianza hacia el otro se volvieron estrategias de supervivencia. La dictadura no solo reprimió a los grupos armados, como Montoneros o el ERP, sino que extendió su accionar a cualquier ámbito donde se percibiera una amenaza a su proyecto hegemónico: universidades, fábricas, barrios populares y hasta espacios culturales.
La censura no fue solo una herramienta de control de la información, sino un dispositivo clave para reescribir la memoria colectiva, borrando las voces críticas y construyendo una narrativa oficial basada en el orden y la supuesta “recuperación moral” de la nación.
La Censura como Mecanismo de Control Ideológico
Uno de los pilares fundamentales del terrorismo de Estado en Argentina fue la censura sistemática aplicada a los medios de comunicación, la educación y la producción cultural. El régimen militar entendía que el control de las ideas era tan importante como la represión física, por lo que implementó una política de vigilancia y persecución hacia cualquier expresión considerada “peligrosa”.
La intervención de universidades, la quema de libros y la prohibición de obras artísticas fueron acciones cotidianas destinadas a homogenizar el pensamiento bajo los valores impuestos por la dictadura. Los medios de comunicación, en particular, sufrieron una estricta regulación: periódicos como La Opinión o El Mundo fueron clausurados, mientras que otros, como Clarín o La Nación, optaron por la autocensura para evitar represalias. La televisión y la radio también fueron instrumentalizadas para difundir propaganda gubernamental, donde se glorificaba a las Fuerzas Armadas y se estigmatizaba a los desaparecidos como “terroristas”.
Esta censura no solo buscaba ocultar los crímenes del Estado, sino también reconfigurar la subjetividad de la sociedad. Al eliminar las voces disidentes y saturar el espacio público con mensajes oficialistas, el régimen pretendía naturalizar el autoritarismo y desarticular cualquier forma de resistencia simbólica. La educación fue otro campo de batalla: los programas escolares fueron modificados para exaltar el nacionalismo militar, mientras que profesores y estudiantes sospechosos de tener afinidades izquierdistas eran expulsados o desaparecidos.
La censura, en este sentido, operaba en múltiples niveles: desde la prohibición explícita de contenidos hasta la internalización del miedo, donde la población aprendía a callar para no convertirse en blanco de la represión. Este control ideológico no fue perfecto—hubo resistencias clandestinas, como el surgimiento de publicaciones underground—pero logró fracturar el tejido social, aislando a los individuos y generando un clima de paranoia colectiva donde hasta un comentario casual podía ser denunciado como subversivo.
El Exilio como Destierro Forzado y Resistencia
Frente a la escalada represiva, miles de argentinos optaron por el exilio como única forma de salvar sus vidas. Este éxodo masivo incluyó a intelectuales, artistas, militantes políticos y trabajadores que huían de la persecución. Ciudades como México DF, Madrid, París y Barcelona se convirtieron en refugios para los exiliados, quienes a menudo llegaban sin recursos y con el trauma de haber dejado atrás familiares desaparecidos o amenazados.
El exilio no fue solo una consecuencia de la dictadura, sino también un espacio de resistencia donde los argentinos en el exterior denunciaron las violaciones a los derechos humanos y organizaron redes de solidaridad internacional. Figuras como Julio Cortázar, Mercedes Sosa o David Viñas utilizaron su visibilidad para presionar a gobiernos extranjeros y organismos como la ONU, logrando que el terrorismo de Estado en Argentina no pasara completamente desapercibido en el mundo.
Sin embargo, el exilio también fue una experiencia profundamente dolorosa, marcada por la nostalgia, la culpa y la incertidumbre. Muchos exiliados enfrentaron dificultades para regularizar su situación migratoria, acceder a empleos dignos o reconstruir sus vínculos sociales en un entorno ajeno. Además, la dictadura intentó extender su alcance incluso más allá de las fronteras, a través de la vigilancia de embajadas y la infiltración en comunidades de exiliados.
A pesar de esto, la diáspora argentina jugó un papel clave en la preservación de la memoria y en la futura reconstrucción democrática, ya que muchos retornaron después de 1983 para aportar en los procesos de justicia y reparación. El exilio, entonces, no fue solo un destierro impuesto, sino también un acto político que desafió el intento del régimen de silenciar todas las voces críticas.
El Miedo Social como Herramienta de Dominación
El terrorismo de Estado en Argentina no hubiera sido posible sin la instilación sistemática del miedo en la sociedad. Este miedo no era un efecto colateral, sino un objetivo deliberado: se buscaba que la población internalizara la idea de que cualquier acto de disidencia podría llevar a la tortura, la desaparición o la muerte.
Los vuelos de la muerte, las listas negras y los allanamientos nocturnos no solo perseguían eliminar opositores, sino también enviar un mensaje claro al resto de la ciudadanía: nadie estaba a salvo. El miedo funcionaba como un disciplinador invisible, donde las personas modificaban su comportamiento, evitaban hablar de política e incluso cortaban lazos con amigos o familiares “sospechosos” para no ser asociados con la subversión.
Este clima de terror tuvo efectos profundos en la subjetividad colectiva. La desconfianza se instaló incluso en ámbitos íntimos, como las familias, donde padres e hijos evitaban conversaciones comprometedoras por temor a que alguien pudiera delatarlos. La psicología social de la época reflejaba un fenómeno de “parálisis moral”, donde el individuo, ante la imposibilidad de confrontar al poder, optaba por la pasividad o la complicidad silenciosa.
Sin embargo, sería un error reducir la respuesta social únicamente al miedo. Hubo gestos de resistencia—desde las Madres de Plaza de Mayo hasta los obreros que organizaban huelgas clandestinas—que demostraron que el terror no logró aniquilar completamente la capacidad de acción colectiva. No obstante, el legado de este miedo perduró incluso después de la dictadura, dejando heridas que tardarían décadas en sanar y un desafío pendiente: cómo construir una memoria que evite el olvido sin caer en la desesperanza.
La Resistencia Clandestina y las Formas Sutiles de Oposición
A pesar del clima de terror impuesto por la dictadura, la sociedad argentina encontró formas de resistencia, algunas visibles y otras discretas, que permitieron mantener viva la llama de la disidencia. Las Madres de Plaza de Mayo se convirtieron en un símbolo internacional de la lucha por los derechos humanos, desafiando abiertamente al régimen al marchar cada jueves frente a la Casa Rosada para reclamar por sus hijos desaparecidos. Su coraje no solo expuso las atrocidades del gobierno militar, sino que también generó un espacio de encuentro para otros familiares de víctimas, tejiendo redes de solidaridad en medio de la desolación. Sin embargo, la resistencia no siempre adoptó formas tan públicas.
En fábricas y sindicatos, donde la represión había diezmado a los dirigentes más combativos, los trabajadores organizaban sabotajes silenciosos o cumplían órdenes a desgano, minando la productividad que el régimen tanto pregonaba. En las universidades, aunque intervenidas y purgadas de pensamiento crítico, circulaban bajo mano textos prohibidos y se mantenían discusiones en voz baja, preservando un mínimo de pensamiento libre.
El ámbito cultural también fue un terreno de batalla. Músicos como León Gieco o Charly García lograron colar mensajes críticos en sus letras, usando metáforas que burlaban la censura pero eran decodificadas por un público ávido de expresiones genuinas. El teatro under y el cine independiente, aunque marginados, encontraron resquicios para cuestionar la realidad sin mencionarla explícitamente.
Estas formas de resistencia no derrocaron a la dictadura por sí solas, pero evitaron que el proyecto de homogenización ideológica se consumara por completo. Demostraron que, incluso en los momentos más oscuros, el ingenio humano puede encontrar grietas por donde filtrar la luz. La dictadura buscó el control total, pero nunca lo consiguió; siempre hubo un murmullo rebelde que persistió bajo la superficie del silencio impuesto.
El Rol de la Iglesia y Otros Sectores de Poder en la Dictadura
La complicidad de ciertos sectores de la sociedad civil con el terrorismo de Estado fue un pilar fundamental para su sostenimiento. La Iglesia Católica, en particular, jugó un doble juego: mientras figuras como el obispo Enrique Angelelli pagaron con su vida su compromiso con los pobres y los perseguidos, la cúpula eclesiástica mantuvo una relación estrecha con los militares, legitimando el golpe y callando ante las violaciones a los derechos humanos.
Esta alianza no era casual: el discurso de la “defensa de la civilización cristiana” frente al “comunismo ateo” servía a ambos intereses. En las cárceles y centros clandestinos, capellanes bendecían operativos o incluso participaban en sesiones de tortura, según testimonios de sobrevivientes. Esta connivencia entre la cruz y la espada dejó una herida profunda en la credibilidad moral de la institución, que tardaría años en comenzar a revisar su papel durante aquellos años.
Pero la Iglesia no fue el único poder fáctico que avaló o se benefició de la dictadura. Grandes grupos empresariales, como los vinculados a la industria automotriz o el campo, celebraron las políticas económicas liberales de Martínez de Hoz, a pesar de su costo social. Muchos medios de comunicación, como ya se mencionó, prefirieron el silencio cómplice antes que arriesgar sus privilegios.
Incluso sectores de la clase media, inicialmente aliviados por la promesa de “orden”, miraron para otro lado ante las primeras desapariciones, creyendo que solo afectaban a “guerrilleros”. Esta amplia red de complicidades activas y pasivas explica por qué el régimen pudo perpetuarse tanto tiempo, pero también revela que la responsabilidad histórica no recae únicamente en los uniformados. La dictadura fue un proyecto colectivo de las elites argentinas, donde cada grupo sacrificó ética en nombre de sus intereses, hasta que la derrota en Malvinas hizo insostenible la farsa.
Las Secuelas del Terrorismo de Estado en la Democracia
La transición a la democracia en 1983 no marcó el fin instantáneo del miedo ni de las estructuras represivas. Los primeros años de Alfonsín estuvieron marcados por la tensión entre el impulso de enjuiciar a los culpables y las presiones de un poder militar que aún no se reconocía derrotado. Los levantamientos carapintadas y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final demostraron que, aunque sin el poder absoluto de antes, las Fuerzas Armadas seguían siendo un actor capaz de chantajear al sistema político.
A nivel social, el trauma de lo vivido generó fenómenos contradictorios: por un lado, el Nunca Más y el Juicio a las Juntas abrieron un camino ejemplar en materia de derechos humanos; por otro, sectores de la sociedad preferían “volver página”, como si la democracia fuera suficiente cura para heridas tan profundas.
Las víctimas directas—sobrevivientes de centros clandestinos, familiares de desaparecidos, hijos apropiados—enfrentaron el desafío de reconstruir sus vidas en un país que oscilaba entre la memoria y el olvido. Muchos exiliados retornaron a una patria irreconocible, donde vecinos que antes callaban ahora preguntaban “¿dónde estuviste?” con curiosidad incómoda.
En el plano cultural, el destape post-dictadura fue tanto una liberación como un síntoma de lo reprimido: de pronto todo se podía decir, pero ¿cómo hablar de lo indecible? La censura había desaparecido como política de Estado, pero persistía en formas más sutiles, como la estigmatización de los que “no superaban el pasado” o la frivolización mediática del dolor.
Treinta años después, Argentina sigue procesando ese legado. Los juicios por delitos de lesa humanidad avanzan, pero lentamente; las marchas por memoria, verdad y justicia mantienen viva la demanda ética; y cada nuevo intento de negacionismo o revisionismo histórico reabre debates inconclusos. Lo que la dictadura no pudo prever es que su mayor fracaso fue semántico: quisieron borrar palabras como “solidaridad” o “utopía”, y hoy esas palabras resuenan con más fuerza que nunca.
El terror buscó aniquilar no solo personas, sino la posibilidad misma de imaginar un futuro distinto. Y sin embargo, aquí está la Argentina, con sus contradicciones y dolores, pero también con esa terquedad colectiva que hace imposible matar del todo la esperanza.
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