Charles Darwin: El Arquitecto de la Revolución Biológica

Publicado el 9 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Introducción: El Naturalista que Redefinió el Origen de las Especies

Charles Robert Darwin (1809-1882) emergió como la figura científica más transformadora del siglo XIX, cuya teoría de la evolución por selección natural revolucionó no solo la biología, sino nuestra comprensión fundamental del lugar que ocupa la humanidad en la naturaleza. Su obra magna El origen de las especies (1859) representó la culminación de décadas de meticulosa observación, experimentación y reflexión, desafiando dogmas religiosos y científicos establecidos desde la antigüedad. El viaje de cinco años como naturalista a bordo del HMS Beagle (1831-1836), particularmente sus observaciones en las Islas Galápagos, proporcionó las pruebas empíricas que alimentarían su teoría revolucionaria: que las especies no son entidades fijas e inmutables, sino que cambian gradualmente a través de generaciones, con la selección natural como mecanismo principal que favorece la supervivencia de variantes mejor adaptadas a su entorno. Esta visión de la vida como un árbol ramificado de descendencia con modificación, en contraste con la concepción estática de la “gran cadena del ser”, constituyó uno de los paradigmas científicos más disruptivos de la historia, con implicaciones que trascendieron la biología para impactar la antropología, psicología, filosofía e incluso la teología. La resistencia inicial a sus ideas – desde caricaturas que lo mostraban con cuerpo de mono hasta acalorados debates en la British Association for the Advancement of Science – reflejó la profundidad del cambio conceptual que proponía, pero hacia el final de su vida, la comunidad científica había aceptado ampliamente la realidad de la evolución, aunque con disputas sobre los mecanismos precisos.

La formación de Darwin como naturalista fue atípica y estuvo marcada por falsos comienzos. Hijo de un próspero médico y financiero, Robert Darwin, y nieto del célebre poeta y naturalista Erasmus Darwin, Charles mostró desde joven una fascinación por la colección de especímenes naturales, aunque su desempeño académico inicial fue mediocre. Forzado por su padre a estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo, abandonó la carrera repugnado por la cirugía sin anestesia, para luego matricularse en Christ’s College, Cambridge, con la intención de convertirse en clérigo rural, una profesión que entonces permitía tiempo para intereses naturalistas. Fue en Cambridge donde encontró mentores cruciales como el botánico John Stevens Henslow y el geólogo Adam Sedgwick, quienes lo iniciaron en el rigor científico y finalmente lo recomendaron para el puesto de naturalista no remunerado en el Beagle. Este viaje alrededor del mundo, originalmente planeado para dos años pero extendido a cinco, transformó al joven Darwin de un coleccionista amateur en un científico meticuloso, cuyas observaciones geológicas, paleontológicas y biológicas en Sudamérica, las Islas Galápagos, Australia y otros lugares, sembraron las dudas que llevarían a su rechazo del creacionismo bíblico. Particularmente reveladoras fueron las variaciones geográficas en los pinzones y tortugas de Galápagos, donde especies distintas ocupaban islas diferentes pero mostraban claras relaciones entre sí y con especies continentales.

El desarrollo de la teoría de la selección natural siguió un largo período de gestación intelectual. A su regreso a Inglaterra en 1836, Darwin comenzó a organizar sus colecciones y a publicar trabajos geológicos que ya lo establecieron como científico respetado, siendo elegido miembro de la Royal Society en 1839. Sin embargo, fue su lectura casual en 1838 del Ensayo sobre el principio de población de Thomas Malthus lo que proporcionó la pieza clave del rompecabezas: la comprensión de que la competencia por recursos limitados en la naturaleza actuaría como filtro para las variaciones heredables. Durante las siguientes dos décadas, Darwin acumuló evidencia meticulosamente, realizó experimentos de cría selectiva con palomas y consultó con especialistas en diversos campos, mientras desarrollaba en privado su teoría. La recepción hostil a trabajos previos sobre evolución como Vestigios de la historia natural de la creación (1844) de Robert Chambers lo hizo posponer la publicación, hasta que en 1858 recibió un ensayo de Alfred Russel Wallace que contenía esencialmente la misma idea. Este episodio llevó a la presentación conjunta de sus trabajos en la Linnean Society y al precipitado resumen de su teoría en El origen de las especies, que agotó su primera edición (1,250 copias) el mismo día de su publicación. La elección de Darwin de presentar su teoría como un “largo argumento” basado en múltiples líneas de evidencia – desde la distribución geográfica y la anatomía comparada hasta la embriología y los registros fósiles – demostró su genio retórico al anticipar y responder sistemáticamente a las posibles objeciones.

La Teoría de la Selección Natural: Mecanismos y Evidencias

El núcleo de la revolución darwiniana reside en su propuesta de la selección natural como mecanismo principal de la evolución, un concepto elegante en su simplicidad pero radical en sus implicaciones. Darwin postuló tres condiciones necesarias para que opere la selección natural: 1) variación heredable entre los individuos de una población (aunque desconocía las bases genéticas de esta herencia), 2) superproducción de descendencia que genera una “lucha por la existencia” debido a recursos limitados, y 3) diferencias en supervivencia y reproducción vinculadas a dichas variaciones. A diferencia de las teorías evolutivas anteriores como las de Lamarck, que invocaban tendencias inherentes hacia la complejidad o el uso y desuso de órganos, la selección natural no requería ningún principio director interno, operando únicamente a través del éxito reproductivo diferencial en entornos específicos. Esta visión materialista de la adaptación biológica como producto de procesos naturales ciegos, más que de diseño inteligente, constituyó el aspecto más controvertido de su teoría, desafiando directamente los argumentos teleológicos predominantes en la teología natural de autores como William Paley. Darwin apoyó su teoría con una abrumadora cantidad de evidencias interdisciplinarias, desde la progresión de formas fósiles en el registro geológico hasta las peculiaridades de la distribución de especies en islas, pasando por las homologías estructurales entre órganos aparentemente diversos como la mano humana, el ala de un murciélago y la aleta de una foca.

Uno de los pilares más convincentes del argumento darwiniano fue el registro fósil, a pesar de sus aparentes lagunas. Darwin reconoció que la imperfección del registro geológico – resultado de la rareza de las condiciones necesarias para la fosilización y de la erosión de estratos – dificultaba documentar cada paso evolutivo, pero señaló patrones generales que apoyaban su teoría. La aparición secuencial de formas más simples a más complejas, la existencia de “formas de transición” como el Archaeopteryx (descubierto en 1861, dos años después de El origen), y la presencia de especies extintas que llenaban vacíos morfológicos entre grupos modernos (como los mamíferos sudamericanos fósiles que había estudiado) constituían pruebas sólidas de descendencia con modificación. Particularmente reveladoras eran las estructuras vestigiales – órganos reducidos y sin función aparente como el apéndice humano o los huesos pélvicos en ballenas -, que solo tenían sentido como herencia de ancestros donde estas estructuras eran funcionales. La embriología comparada proporcionó otra línea de evidencia poderosa: las notables similitudes entre embriones tempranos de vertebrados (incluyendo hendiduras branquiales y colas en embriones humanos) sugerían un origen común, mientras que la divergencia posterior reflejaba adaptaciones a distintos modos de vida. Esta “ley biogenética” (formalizada posteriormente por Ernst Haeckel como “la ontogenia recapitula la filogenia”) aunque exagerada en su formulación original, apuntaba correctamente a procesos evolutivos que modificaban el desarrollo embrionario.

La biogeografía – estudio de la distribución geográfica de las especies – ofreció algunas de las pruebas más convincentes para la evolución. Darwin notó que las islas oceánicas como Galápagos, a pesar de tener hábitats similares a islas continentales, carecían de grupos enteros de organismos (como mamíferos terrestres nativos) mientras mostraban radiaciones adaptativas únicas de las pocas especies que lograban colonizarlas (como los pinzones o las lobelias gigantes en Hawai). Estas pautas encajaban perfectamente con la idea de evolución a partir de ancestros comunes que llegaban por dispersión ocasional, pero resultaban inexplicables bajo el creacionismo, que tendría que postular actos creativos arbitrariamente diferentes para lugares ecológicamente similares. La presencia de especies endémicas estrechamente relacionadas en islas y el continente más cercano (como los lagartos gigantes de Canarias con sus parientes africanos) reforzaba esta interpretación. Darwin también estudió minuciosamente la domesticación de plantas y animales, demostrando cómo la selección artificial practicada por criadores podía producir cambios dramáticos en pocas generaciones – desde razas de perros hasta variedades de palomas – lo que sugería que la naturaleza, actuando durante periodos geológicos inmensamente más largos, podía lograr transformaciones aún mayores. Sus experimentos de polinización en orquídeas (1862) revelaron cómo estructuras florales aparentemente diseñadas para un fin específico podían surgir mediante la modificación gradual de órganos preexistentes bajo presión selectiva.

Recepción y Controversias: La Batalla por Aceptar la Evolución

La publicación de El origen de las especies en noviembre de 1859 desencadenó uno de los debates intelectuales más intensos del siglo XIX, dividiendo a la comunidad científica y religiosa mientras capturaba la imaginación del público. La primera edición se agotó en un día, y aunque muchos científicos jóvenes como Thomas Henry Huxley (que se autoproclamó “bulldog de Darwin”) y el botánico Joseph Hooker abrazaron inmediatamente la teoría, la oposición fue feroz, particularmente de sectores religiosos y científicos establecidos. El famoso debate de 1860 en la Universidad de Oxford entre Huxley y el obispo Samuel Wilberforce (donde supuestamente Huxley replicó que prefería descender de un mono antes que de un hombre inteligente que ridiculizaba serias discusiones científicas) simbolizó el choque entre ciencia y religión, aunque la realidad histórica sugiere que el impacto inmediato fue menos dramático que en la leyenda posterior. Críticos científicos como el paleontólogo Richard Owen y el físico William Thomson (Lord Kelvin) presentaron objeciones aparentemente sólidas: la falta de formas transicionales claras en el registro fósil (el “dilema de la falta de eslabones”), la edad aparentemente insuficiente de la Tierra según cálculos termodinámicos (antes del descubrimiento de la radiactividad), y la dificultad de explicar mediante selección gradual estructuras complejas como el ojo (que Darwin reconoció como un desafío especial, aunque sugirió posibles etapas intermedias funcionales). Estas críticas, aunque parcialmente válidas en su contexto histórico, impulsaron a Darwin a refinar su teoría en ediciones posteriores de El origen y en obras complementarias como La variación de animales y plantas bajo domesticación (1868) donde intentó explicar la herencia mediante su hipótesis provisional de la “pangénesis”.

La aplicación de la teoría evolutiva al ser humano, solo insinuada en El origen (“se arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia”), se desarrolló plenamente en El origen del hombre (1871) y La expresión de las emociones (1872). Darwin argumentó que las diferencias mentales y morales entre humanos y otros animales eran de grado, no de tipo, proponiendo que la selección sexual (preferencias de apareamiento) había sido particularmente importante en la evolución humana. Estas ideas fueron adoptadas y distorsionadas por el “darwinismo social” de Herbert Spencer y otros, que aplicaron mal el concepto de “supervivencia del más apto” (frase acuñada por Spencer, no por Darwin) a contextos políticos y económicos, justificando el colonialismo y la desigualdad. Darwin mismo fue más cauteloso en extrapolar su teoría a la sociedad, aunque sus opiniones personales sobre raza y género reflejaban prejuicios victorianos comunes. La teoría evolutiva también fue apropiada por movimientos eugenésicos a principios del siglo XX, una aplicación que habría horrorizado a Darwin, quien enfatizó la importancia de la cooperación y la simpatía en la evolución humana. En el ámbito religioso, mientras algunos como el teólogo Charles Kingsley vieron en la evolución una forma más sublime de creación divina (“Dios creó unas pocas formas primitivas capaces de autodesarrollarse”), otros como el obispo Wilberforce la consideraron incompatible con la ortodoxia cristiana, un debate que persiste en formas modernas como el creacionismo y el diseño inteligente.

La síntesis de la teoría darwiniana con la genética mendeliana en los años 1930-40 (la “síntesis moderna”) resolvió muchas de las objeciones iniciales al proporcionar un mecanismo físico para la herencia de variaciones y mostrando cómo la mutación y la recombinación genética podían generar la diversidad sobre la que actuaba la selección natural. Descubrimientos posteriores como la estructura del ADN (1953), la teoría neutral de la evolución molecular (1968) y la epigenética han ampliado pero no refutado el núcleo darwiniano, confirmando la visión de Theodosius Dobzhansky de que “nada en biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución”. Hoy, la teoría evolutiva unifica todas las ramas de las ciencias biológicas, desde la medicina (resistencia a antibióticos, enfermedades evolutivas) hasta la conservación (evolución en tiempo real de especies amenazadas), pasando por la biología molecular (genes evolutivamente conservados) y la paleontología (origen de las aves desde dinosaurios terópodos). Las técnicas modernas como la secuenciación genómica han confirmado predicciones darwinianas sobre el parentesco entre especies (como la estrecha relación genética entre humanos y chimpancés) mientras revelan mecanismos insospechados en su época como la transferencia horizontal de genes. A 140 años de su muerte, Darwin sigue siendo el biólogo más citado, y su teoría, enriquecida pero no reemplazada por nuevos descubrimientos, permanece como el marco conceptual más poderoso para entender la asombrosa diversidad y complejidad de la vida en la Tierra.

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