El Positivismo y su Impacto en la Formación del Estado Mexicano Moderno

Publicado el 8 mayo, 2025 por Rodrigo Ricardo

Los Fundamentos Positivistas del Liberalismo Mexicano del Siglo XIX

El positivismo llegó a México en un momento crucial de formación nacional, cuando el país buscaba superar las secuelas de la guerra de Independencia y definir su proyecto como nación soberana. Durante la segunda mitad del siglo XIX, esta corriente filosófica se fusionó con el liberalismo mexicano para crear un singular modelo de pensamiento que buscaba conciliar el orden con la libertad. Gabino Barreda, médico y filósofo formado en Francia bajo la influencia directa de Auguste Comte, se convirtió en el principal artífice de esta síntesis ideológica que marcaría profundamente el desarrollo institucional del país. Su célebre “Oración cívica” de 1867, pronunciada con motivo del triunfo de la República sobre el Segundo Imperio Mexicano, estableció los principios fundamentales de lo que sería el positivismo mexicano: una filosofía que veía en la ciencia el camino para alcanzar el progreso social y en la educación el medio para transformar las mentalidades. El contexto histórico era propicio para esta visión: México necesitaba superar décadas de conflictos internos y el positivismo ofrecía un discurso de unidad nacional basado en el racionalismo científico.

La adaptación que hizo Barreda del positivismo comtiano al contexto mexicano implicó importantes modificaciones al modelo original. Mientras Comte había desarrollado una visión casi religiosa del positivismo en su fase madura, los positivistas mexicanos mantuvieron un enfoque más secular y práctico, adecuado a las necesidades de un país en construcción. El lema “Orden y Progreso”, que aparecería en la bandera nacional durante el Porfiriato, sintetizaba esta adaptación: el orden como condición necesaria para el progreso material e intelectual de la nación. Esta variante del positivismo resultó particularmente atractiva para las élites intelectuales y políticas que buscaban modernizar el país tras el trauma de la intervención francesa. La Escuela Nacional Preparatoria, fundada en 1868 bajo la dirección de Barreda, se convirtió en el laboratorio donde se formaría la nueva clase dirigente del país, imbuida de estos principios científicos y liberales. El plan de estudios establecido por Barreda organizaba el conocimiento según la clasificación comtiana de las ciencias, desde las matemáticas hasta la sociología, creando una estructura educativa que privilegiaba el método científico por encima de otras formas de conocimiento.

Sin embargo, esta visión no estuvo exenta de contradicciones y críticas. Por un lado, el positivismo mexicano mantenía tensiones no resueltas entre su aspiración liberal y su tendencia al autoritarismo práctico. Por otro, su énfasis en la ciencia como único conocimiento válido entraba en conflicto con las tradiciones culturales y religiosas profundamente arraigadas en amplios sectores de la población. Estas tensiones se harían evidentes durante el Porfiriato, cuando el positivismo se convertiría en la ideología oficial del régimen, perdiendo parte de su impulso crítico original. No obstante, su influencia en la formación del Estado mexicano moderno fue profunda y duradera, sentando las bases institucionales y conceptuales que moldearían el desarrollo del país en las décadas siguientes. La creación de instituciones científicas, la reorganización del sistema educativo y la secularización de la esfera pública fueron algunos de los logros más perdurables de este primer periodo del positivismo mexicano.

El Positivismo como Ideología Oficial del Porfiriato

Durante el largo gobierno de Porfirio Díaz (1876-1911), el positivismo se transformó de corriente filosófica en ideología de Estado, proporcionando el sustento intelectual para el proyecto modernizador del régimen. Los llamados “científicos”, grupo de intelectuales y políticos cercanos a Díaz, adaptaron los principios positivistas a las necesidades del poder, creando una singular mezcla de liberalismo económico, autoritarismo político y tecnocracia que caracterizaría al Porfiriato. Figuras como Justo Sierra, José Yves Limantour y Francisco Bulnes representaban esta generación de positivistas pragmáticos que veían en el gobierno fuerte de Díaz la garantía del orden necesario para el progreso material del país. Su influencia se extendió a todos los ámbitos de la administración pública, desde la reorganización de las finanzas nacionales hasta la expansión del sistema ferroviario, siempre con el argumento de que estas medidas respondían a criterios científicos y no a intereses particulares.

El proyecto educativo porfirista fue quizás el área donde el positivismo mostró sus logros más tangibles y sus contradicciones más evidentes. Bajo la dirección de Justo Sierra, el Ministerio de Instrucción Pública emprendió una ambiciosa reforma que buscaba extender la educación científica a todos los niveles, desde las escuelas primarias hasta la recién creada Universidad Nacional (1910). El modelo de la Escuela Nacional Preparatoria, con su énfasis en las ciencias exactas y naturales, se replicó en diversos estados de la República, formando una generación de profesionistas que ocuparían puestos clave en la administración pública y la incipiente industria nacional. Sin embargo, este sistema educativo mostraba claras limitaciones: mientras las escuelas urbanas para las clases medias y altas recibían una educación moderna basada en principios científicos, las escuelas rurales seguían siendo precarias y muchas comunidades indígenas quedaban al margen del proyecto educativo oficial. Esta desigualdad reflejaba una de las paradojas fundamentales del positivismo porfirista: su discurso incluyente de progreso nacional coexistía con prácticas profundamente excluyentes.

En el ámbito económico, los “científicos” aplicaron principios positivistas para modernizar la hacienda pública y atraer inversión extranjera. José Yves Limantour, como secretario de Hacienda, implementó políticas de estabilización monetaria y reorganización fiscal que lograron sanear las finanzas públicas después de décadas de crisis. El crecimiento económico durante el Porfiriato fue notable: se expandió la red ferroviaria, se desarrolló la industria minera y textil, y se modernizaron las principales ciudades del país. Sin embargo, este progreso material tuvo costos sociales elevados: los trabajadores urbanos y rurales vivían en condiciones precarias, las tierras comunales de muchos pueblos indígenas fueron expropiadas en nombre del progreso agrícola, y las riquezas generadas se concentraron en unas cuantas manos. Cuando estalló la Revolución Mexicana en 1910, el positivismo como ideología oficial sería uno de los blancos principales de las críticas revolucionarias, asociado al autoritarismo, la desigualdad y el entreguismo ante los intereses extranjeros. Esta crítica, aunque en muchos aspectos justificada, oscurecería el legado más positivo del positivismo porfirista, particularmente en el ámbito educativo y científico.

La Crítica al Positivismo y el Surgimiento de Alternativas Filosóficas

El predominio del positivismo como filosofía oficial durante el Porfiriato generó, como era de esperarse, importantes movimientos de crítica y resistencia intelectual. A principios del siglo XX, surgió en México una generación de pensadores que cuestionaron los fundamentos del positivismo y buscaron alternativas filosóficas más acordes con la compleja realidad mexicana. El Ateneo de la Juventud, grupo intelectual formado en 1909 alrededor de figuras como Antonio Caso, José Vasconcelos y Alfonso Reyes, representó la expresión más articulada de esta rebelión contra el cientificismo positivista. Estos jóvenes intelectuales, muchos de ellos formados en la propia Escuela Nacional Preparatoria, rechazaban el reduccionismo científico del positivismo y reivindicaban el valor de la intuición, el arte y la filosofía humanista como formas legítimas de conocimiento. Su crítica no era contra la ciencia como tal, sino contra la pretensión de convertirla en la única forma válida de entender la realidad humana.

José Vasconcelos desarrollaría una de las críticas más profundas al positivismo desde su perspectiva humanista y espiritual. En obras como “El monismo estético” (1918) y “La raza cósmica” (1925), Vasconcelos atacó el determinismo racial y cultural implícito en muchas versiones del positivismo mexicano, particularmente en las teorías de Francisco Bulnes sobre la inferioridad de las razas indígenas. Frente al materialismo científico de los positivistas, Vasconcelos propuso una visión que integraba elementos estéticos, espirituales y metafísicos, con especial énfasis en el papel de América Latina como crisol de razas y culturas. Cuando Vasconcelos llegó a ser secretario de Educación Pública después de la Revolución, estas ideas influirían profundamente en el proyecto educativo posrevolucionario, marcando un claro distanciamiento del cientificismo porfirista. La campaña de alfabetización, las misiones culturales y el impulso al muralismo mexicano fueron algunas de las expresiones prácticas de esta nueva visión educativa y cultural.

Sin embargo, sería un error ver esta crítica al positivismo como su simple negación o superación. Muchos de los ateneístas, incluyendo al propio Vasconcelos, habían sido formados en el sistema positivista y conservaban algunos de sus elementos, aunque transformados y recontextualizados. Antonio Caso, por ejemplo, en su famosa polémica con el positivista Agustín Aragón, no rechazaba la ciencia como tal, sino su pretensión de monopolio epistemológico. Esta relación ambivalente -de rechazo y continuidad a la vez- caracterizaría la recepción del positivismo en el México posrevolucionario. Por un lado, la Revolución condenó el positivismo por su asociación con el Porfiriato; por otro, muchas instituciones creadas bajo su influencia (como la propia Universidad Nacional) continuaron funcionando y evolucionando en el nuevo régimen. Esta compleja relación explica por qué, pese a su declive como filosofía dominante, el positivismo siguió influyendo de manera subterránea en el desarrollo institucional y cultural de México durante el siglo XX.

El Legado del Positivismo en el México Contemporáneo

A más de un siglo de su apogeo durante el Porfiriato, el positivismo sigue dejando sentir su influencia en múltiples aspectos de la vida nacional, aunque de manera menos visible y directa que en el pasado. El sistema educativo mexicano, pese a todas las reformas y cambios de orientación pedagógica, conserva en su estructura básica la impronta del modelo positivista introducido por Gabino Barreda. La organización del conocimiento por disciplinas, la jerarquía que otorga a las ciencias exactas y naturales, y la importancia concedida a la evaluación cuantitativa son herencias claras de aquel primer proyecto educativo positivista. Incluso las recientes reformas educativas que buscan fomentar el pensamiento crítico y las competencias socioemocionales deben negociar con esta estructura profundamente arraigada en la tradición positivista. De igual manera, la valoración social de las carreras científicas y técnicas por encima de las humanísticas refleja una mentalidad que privilegia el conocimiento “útil” y “objetivo”, según los parámetros establecidos por el positivismo decimonónico.

En el ámbito político e institucional, el legado del positivismo es más ambiguo pero no menos importante. Por un lado, la Revolución Mexicana representó una reacción contra el autoritarismo tecnocrático del Porfiriato; por otro, el régimen posrevolucionario mantuvo muchos elementos del Estado fuerte y centralizado construido bajo la influencia positivista. La idea de que el progreso nacional debe ser dirigido desde el Estado, aunque ahora con mayor énfasis en la justicia social que en el mero orden, sigue siendo un principio rector de la política mexicana. Incluso en el actual contexto democrático, persiste la tensión entre tecnócratas formados en métodos cuantitativos y políticos provenientes de tradiciones más ideológicas o populistas -una tensión que reproduce, en nuevos términos, el viejo debate entre ciencia y política que caracterizó al positivismo mexicano.

Quizás donde mejor puede apreciarse la actualidad del debate sobre el positivismo es en las discusiones contemporáneas sobre el papel de la ciencia en la sociedad. La pandemia de COVID-19 puso de relieve la importancia de basar las decisiones públicas en evidencia científica, reviviendo en cierta forma el ideal positivista de gobierno racional. Sin embargo, al mismo tiempo, el cuestionamiento a las “verdades oficiales” y la proliferación de teorías conspirativas muestran los límites de un enfoque puramente cientificista para resolver los problemas sociales. Esta dialéctica sugiere que México, como muchas otras sociedades contemporáneas, sigue buscando un equilibrio entre la razón científica y otras formas de conocimiento y experiencia. En este sentido, el estudio del positivismo y su trayectoria en México no es un mero ejercicio histórico, sino una herramienta valiosa para comprender los desafíos actuales del país en su búsqueda de desarrollo, democracia y justicia social.

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