El Problema del Mal: ¿Por qué existe el sufrimiento en un mundo creado por Dios?
La paradoja fundamental de la teodicea
El problema del mal representa quizás el desafío intelectual más formidable para las religiones teístas, especialmente aquellas que postulan un Dios omnipotente, omnisciente y totalmente benevolente. Si Dios posee estos tres atributos clásicos, ¿cómo explicar la existencia del mal natural (terremotos, enfermedades) y el mal moral (guerras, crímenes) en el mundo? Este dilema, formulado sistemáticamente por filósofos como Epicuro y desarrollado en la Edad Moderna por Leibniz (quien acuñó el término “teodicea”), sigue siendo hoy un campo de intenso debate entre filósofos, teólogos y científicos. La paradoja se agudiza cuando consideramos la magnitud del sufrimiento en el mundo: desde el dolor de un niño con cáncer hasta genocidios históricos, el mal parece desbordar cualquier posible justificación racional. Las respuestas tradicionales han oscilado entre negar la realidad del mal (como en algunas formas de monismo), atribuirlo a la libertad humana (defensas del libre albedrío), o limitar los atributos divinos (como en el teísmo procesual). Sin embargo, cada solución propuesta genera nuevos problemas filosóficos: si Dios no puede prevenir el mal, ¿es realmente omnipotente? Si permite el mal para algún bien mayor, ¿no viola esto principios éticos básicos? El problema se ha vuelto aún más complejo con el desarrollo científico moderno, que muestra cómo el sufrimiento está inscrito en la misma estructura de la evolución biológica y los procesos naturales. Exploraremos estas tensiones analizando las principales respuestas históricas y contemporáneas al problema del mal, evaluando su coherencia lógica y su capacidad para dar cuenta de la realidad empírica del sufrimiento en todas sus formas.
El mal como ausencia: La solución agustiniana y sus críticas
La tradición agustiniana, influyente en el cristianismo occidental, abordó el problema del mal conceptualizándolo no como una sustancia positiva sino como privación o corrupción del bien. Según esta visión, desarrollada por Agustín de Hipona basándose en ideas neoplatónicas, el mal no tiene existencia propia sino que es ausencia del bien que debería estar presente, como la oscuridad es ausencia de luz o la ceguera falta de visión. Esta perspectiva permitiría mantener la bondad absoluta de la creación divina: Dios creó todo bueno, pero las criaturas, al alejarse de Él, generan el mal por deficiencia. El mal moral surgiría así del mal uso del libre albedrío humano, mientras que el mal natural sería consecuencia del pecado original que desarmonizó la creación. Sin embargo, esta elegante solución metafísica enfrenta serias objeciones. Primero, resulta difícil categorizar ciertos males (como dolor físico intenso) como meras “ausencias”, pues parecen experiencias positivamente reales. Segundo, incluso si el mal es privación, ¿por qué un Dios omnipotente permite tanta privación de bien? Tercero, la biología evolutiva muestra que el sufrimiento precedió a la aparición humana, contradiciendo la narrativa del pecado original como causa del mal natural. Finalmente, el argumento parece desplazar más que resolver el problema: si Dios creó un mundo donde tales privaciones son posibles, y sabía que ocurrirían, ¿no sigue siendo responsable último? Estas dificultades han llevado a muchos filósofos contemporáneos a considerar insatisfactoria la solución agustiniana, especialmente ante casos paradigmáticos de sufrimiento extremo que parecen carecer de cualquier propósito redentor o pedagógico discernible.
La defensa del libre albedrío: Libertad y responsabilidad ante el mal moral
La teodicea del libre albedrío, desarrollada por pensadores como Alvin Plantinga, constituye el intento más influyente en filosofía analítica contemporánea para resolver el problema del mal moral (acciones humanas malvadas). Su argumento central es que un mundo con seres genuinamente libres (capaces de elegir entre bien y mal) es más valioso que un mundo de autómatas programados para siempre elegir el bien, y que Dios no puede actualizar un mundo donde los seres sean libres pero siempre elijan correctamente, pues esto sería lógicamente contradictorio. Así, la posibilidad del mal sería el precio necesario para la existencia de libertad auténtica, un bien tan grande que justificaría su riesgo. Esta defensa ha sido formalizada lógicamente mostrando que es posible (no contradictorio) que Dios tenga razones moralmente suficientes para permitir el mal. Sin embargo, incluso aceptando su coherencia lógica, surgen problemas significativos. Primero, ¿existe realmente el libertarismo metafísico (libre albedrío indeterminista) que la defensa presupone? Las neurociencias sugieren cada vez más que nuestras decisiones están causalmente determinadas por factores físicos. Segundo, incluso si aceptamos el libre albedrío, ¿justifica esto toda la magnitud del mal histórico? ¿Era necesario Auschwitz o el Gulag para preservar la libertad humana? Tercero, la defensa no explica el mal natural (terremotos, enfermedades), que no resulta de decisiones humanas. Algunos teóricos han intentado extender el argumento sugiriendo que el mal natural podría ser necesario para desarrollar virtudes como la compasión, pero esto resulta moralmente cuestionable: ¿justifica torturar a algunos para que otros puedan mostrar heroísmo? Estas objeciones han llevado a desarrollar versiones más sofisticadas como la “defensa del alma-making” de John Hick, que ve el mundo como un “valle de elaboración de almas” donde el sufrimiento contribuye al desarrollo moral, pero incluso esta versión lucha por explicar sufrimientos extremos que destruyen más que edifican el carácter.
Teísmo escéptico y los límites del conocimiento humano
Frente a las dificultades de las teodiceas tradicionales, el teísmo escéptico propone que los seres humanos simplemente no estamos en posición de juzgar si Dios tiene o no razones moralmente suficientes para permitir el mal. Desarrollado por filósofos como William Alston y Stephen Wykstra, este enfoque argumenta que nuestra perspectiva limitada (como criaturas finitas) nos impide comprender los planes y razones de un ser infinitamente sabio, igual que un niño no puede entender las decisiones de sus padres. Los teístas escépticos suelen emplear la analogía del “león y el hombre” de Hume: si solo viéramos una pequeña parte de un tapiz, no podríamos juzgar si los hilos oscuros contribuyen o no al diseño general. Esta posición tiene la ventaja de evitar especulaciones sobre los propósitos específicos del mal, admitiendo honestamente nuestra ignorancia. Sin embargo, sus críticos señalan que, llevada al extremo, esta postura haría irrelevante cualquier razonamiento moral sobre Dios: si no podemos juzgar que el mal es excesivo, tampoco podríamos afirmar que Dios es bueno, pues ambos juicios requerirían el mismo acceso a los planes divinos. Además, el teísmo escéptico parece contradecir las afirmaciones religiosas sobre el carácter amoroso de Dios, que presuponen cierta comprensión de lo que significa “amor” en términos humanos. Más radicalmente, si el mal que vemos podría ser justificado por razones totalmente inescrutables, ¿qué impediría postular un Dios malévolo cuyas razones para permitir bienes ocasionales también nos serían inescrutables? Estas objeciones han llevado a algunos filósofos a buscar alternativas más radicales, como reconsiderar los atributos divinos tradicionales o incluso abandonar el teísmo clásico ante la evidencia acumulada del sufrimiento en el mundo.
Alternativas contemporáneas: Teísmo procesual, pandeísmo y naturalismo religioso
Ante las persistentes dificultades del problema del mal, varias alternativas al teísmo clásico han ganado atención filosófica en décadas recientes. El teísmo procesual, inspirado en Alfred North Whitehead y desarrollado por Charles Hartshorne, propone que Dios no es omnipotente en sentido clásico sino que actúa mediante persuasión amorosa en un universo que contiene genuina indeterminación. En este marco, el mal surge de las decisiones libres de las criaturas y de los riesgos inherentes a un universo en evolución, donde ni siquiera Dios puede unilateralmente prevenir todo sufrimiento. Esta visión resuelve muchos problemas al negar la omnipotencia tradicional, pero plantea otros: ¿puede un Dios limitado ser objeto de adoración religiosa tradicional? El pandeísmo (Dios que se convierte en universo) sugiere que Dios se autolimitó al crear, asumiendo el sufrimiento del mundo desde dentro, mientras que el naturalismo religioso (como en la obra de Gordon Kaufman) reinterpreta a Dios como proceso natural creativo más que como ser personal. Otras respuestas innovadoras incluyen la “teología del crucificado” de Jürgen Moltmann, que ve a Dios sufriendo con la creación, y el “antiteísmo” de figuras como William Rowe, que concluye que la existencia del mal es evidencia contra la existencia de un Dios tradicional. Cada una de estas alternativas modifica aspectos fundamentales de la teología tradicional para hacer frente al problema del mal, mostrando cómo este desafío sigue moldeando activamente el pensamiento filosófico-teológico contemporáneo. Al final, el problema del mal quizás no tenga solución dentro de los marcos conceptuales tradicionales, exigiendo en cambio una reinvención radical de cómo concebimos lo divino, el universo y el lugar del sufrimiento en la existencia. Lo que es indudable es que este problema continuará desafiando a generaciones futuras, sirviendo como prueba decisiva para cualquier sistema de pensamiento que pretenda dar cuenta seria y honestamente de la realidad del mal en nuestro mundo.
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