La Expulsión de los Judíos de España y sus Consecuencias Globales

Publicado el 8 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Antecedentes y Contexto Histórico de la Expulsión (1391-1492)

La expulsión de los judíos de España en 1492 por los Reyes Católicos no fue un evento aislado, sino el punto culminante de un siglo de creciente violencia y presión antijudía que transformó irreversiblemente el mapa demográfico y cultural del judaísmo mundial. Los pogromos de 1391, iniciados en Sevilla por las predicaciones antisemitas del arcidiácono Ferrán Martínez, se extendieron como reguero de pólvora por toda la Península Ibérica, destruyendo las aljamas (comunidades judías) de ciudades como Córdoba, Toledo y Valencia. Según las crónicas de la época, estos disturbios dejaron decenas de miles de muertos y forzaron conversiones masivas, creando por primera vez un grupo social nuevo y problemático: los conversos o anusim (forzados), judíos bautizados bajo coacción cuya sinceridad cristiana sería constantemente cuestionada. La Disputa de Tortosa (1413-1414), organizada por el antipapa Benedicto XIII, exacerbó estas tensiones al lograr la conversión de destacados rabinos como Salomón Halevi (quien se convirtió en Pablo de Santa María), debilitando la resistencia espiritual de muchas comunidades. Las “Ordenanzas de Valladolid” de 1412, promulgadas por el regente dominico Vicente Ferrer, institucionalizaron la segregación física y social de los judíos, obligándoles a vivir en barrios separados (juderías), usar señales identificativas y prohibiéndoles ejercer numerosos oficios.

El establecimiento de la Inquisición española en 1478, inicialmente enfocada en perseguir a los conversos acusados de “judaizar” (practicar clandestinamente el judaísmo), preparó el terreno ideológico para la expulsión total. Los inquisidores Tomás de Torquemada y Alonso de Hojeda convencieron a los Reyes Católicos de que la presencia judía era un obstáculo para la unidad religiosa del recién unificado país, argumentando que los judíos animaban a los conversos a volver a su fe ancestral. El edicto de expulsión, firmado el 31 de marzo de 1492 en Granada (poco después de la conquista del último reino musulmán en la península), dio a los judíos cuatro meses para abandonar España bajo pena de muerte, permitiéndoles solo llevarse “bienes muebles” pero no oro, plata, monedas ni caballos. Las estimaciones modernas sugieren que entre 80,000 y 120,000 judíos abandonaron España, mientras que un número similar optó por el bautismo, muchos de ellos continuando prácticas judías en secreto (los llamados marranos o criptojudíos). Este evento traumático, conocido en la tradición judía como el Gerush Sefarad (Expulsión de España), marcó el fin de la comunidad sefardí más grande y culturalmente vibrante de Europa, cuyas raíces se remontaban a la época romana.

Las Rutas de la Diáspora Sefardí y los Nuevos Centros Culturales

La expulsión de 1492 dispersó a los judíos sefardíes por tres continentes, creando una red global de comunidades interconectadas que preservarían su identidad hispano-judía durante siglos. La ruta más inmediata fue hacia Portugal, donde el rey Juan II permitió la entrada temporal a cambio de fuertes impuestos; sin embargo, en 1497, su sucesor Manuel I decretó la conversión forzosa de todos los judíos, creando una gran comunidad de cristãos-novos (cristianos nuevos) que sería perseguida ferozmente por la Inquisición portuguesa establecida en 1536. Muchos judíos portugueses emigraron después a Ámsterdam, Hamburgo y Londres, donde podían practicar su fe abiertamente en el siglo XVII. El Imperio Otomano, bajo el sultán Bayaceto II, emergió como principal refugio, con el gobernante musulmán supuestamente comentando: “¿Cómo pueden llamar sabios a Fernando e Isabel, los reyes que empobrecen su propio reino para enriquecer el mío?”. Ciudades como Salónica, Estambul, Esmirna y Safed absorbieron grandes contingentes de sefardíes, quienes introdujeron técnicas avanzadas de impresión, medicina y comercio internacional.

Otras rutas llevaron a los exiliados al norte de África (Marruecos, Argelia, Túnez), donde se mezclaron con las comunidades judías locales (toshavim) pero mantuvieron sus costumbres distintivas, y a Italia, especialmente a Venecia, Ferrara y Ancona, donde los gobernantes renacentistas valoraban sus habilidades comerciales y culturales. Un grupo menor llegó incluso a las posesiones españolas en América, aunque oficialmente estaba prohibido; los procesos inquisitoriales en México y Perú revelan la presencia de criptojudíos desde el siglo XVI. En cada uno de estos lugares, los sefardíes establecieron comunidades (kehillot) organizadas según sus tradiciones peninsulares, manteniendo el judeoespañol o ladino (variante medieval del castellano con préstamos hebreos y turcos), sus melodías litúrgicas y sus recetas culinarias. Safed, en la Galilea del siglo XVI, se convirtió en un extraordinario centro de misticismo cabalístico donde rabinos como Isaac Luria (el Ari) y Joseph Caro (autor del Shulján Aruj, código legal sefardí) desarrollaron nuevas síntesis espirituales que influirían en todo el judaísmo.

La diáspora sefardí también produjo figuras intelectuales destacadas que navegaron entre múltiples culturas: Isaac Abravanel, estadista y comentarista bíblico que sirvió a reyes portugueses y españoles antes del exilio; Benito Arias Montano, erudito bíblico y editor de la Políglota de Amberes; y Uriel da Costa y Baruch Spinoza en Ámsterdam, pensadores radicales cuyas ideas desafiarían las ortodoxias religiosas. La imprenta sefardí de Ferrara produjo biblias en judeoespañol, mientras que en Salónica se desarrolló una vibrante literatura rabínica y secular en ladino. Esta diáspora global, aunque nacida de la tragedia, demostró la extraordinaria resiliencia cultural de los sefardíes, quienes transformaron su condición de refugiados en una identidad transnacional que perduraría hasta el Holocausto y más allá.

Los Conversos y el Problema del Criptojudaísmo

La masa de judíos que optó por la conversión para permanecer en España generó un complejo fenómeno social y religioso que marcaría la historia ibérica durante siglos. Los conversos o cristianos nuevos ocuparon una posición ambigua en la sociedad española: por un lado, muchos se integraron completamente al cristianismo, a veces con notable celo (como los hijos de Pablo de Santa María, que se convirtieron en destacados eclesiásticos); por otro, numerosas familias continuaron practicando rituales judíos en secreto – encendiendo velas los viernes por la noche, observando el ayuno de Yom Kippur o evitando la carne de cerdo. La Inquisición española, creada precisamente para perseguir estas prácticas clandestinas (llamadas despectivamente judaizantes), desarrolló sofisticados métodos para detectarlas: redes de espías, interrogatorios que buscaban inconsistencias en el conocimiento del catecismo, y minucioso escrutinio de hábitos domésticos. Los estatutos de limpieza de sangre, adoptados por instituciones religiosas y civiles desde el siglo XV, excluían a los conversos de cargos importantes por sospechas de infidelidad racial, creando una sociedad obsesionada con la genealogía.

Algunos criptojudíos desarrollaron sistemas de creencias sincréticas únicas, mezclando elementos cristianos y judíos. El caso más famoso es el de Santa Teresa de Ávila, cuya familia conversa influyó posiblemente en su misticismo interiorizado. Otros, como Luis de Carvajal “el Mozo” en la Nueva España, mantuvieron una identidad judía clara a pesar del riesgo, dejando conmovedores testimonios escritos antes de ser ejecutados en autos de fe. La literatura del Siglo de Oro español está impregnada de esta ansiedad identitaria: desde la sátira contra conversos en La Celestina hasta las ambiguas figuras de El Buscón de Quevedo. Recientes estudios genéticos han confirmado que un porcentaje significativo de la población española y latinoamericana tiene ascendencia judía sefardí, aunque la mayoría de estas familias perdieron toda conciencia de sus orígenes tras siglos de asimilación.

Fuera de España, muchos conversos que lograban escapar “retornaban” abiertamente al judaísmo en comunidades como Ámsterdam, Hamburgo o Livorno. Estos retornados a menudo enfrentaban escepticismo de judíos tradicionales, que dudaban de la autenticidad de su conversión. Rabinos como Menashe ben Israel en Ámsterdam escribieron manuales especiales para reintegrar a los antiguos criptojudíos a la práctica halájica plena. El fenómeno marrano produjo también formas culturales híbridas, como el arte de Rembrandt (que retrató a numerosos judíos portugueses en Ámsterdam) o la filosofía racionalista de Spinoza, hijo de conversos portugueses cuya excomunión por la comunidad judía en 1656 reflejaba las tensiones de esta diáspora dual. Hoy, tanto España como Portugal han aprobado leyes que otorgan la ciudadanía a descendientes de sefardíes, un tardío reconocimiento del trauma histórico causado por la expulsión.

Impacto Cultural y Económico de la Diáspora Sefardí

La dispersión de los judíos sefardíes después de 1492 tuvo profundas consecuencias en el desarrollo económico, intelectual y cultural del Mediterráneo, Europa y el Nuevo Mundo. Los exiliados llevaron consigo conocimientos técnicos, redes comerciales y tradiciones intelectuales que beneficiaron significativamente a los países que los acogieron. En el Imperio Otomano, los sefardíes revitalizaron ciudades como Salónica (que llegó a ser mayoritariamente judía hasta el siglo XX), introduciendo técnicas avanzadas de tejido de lana, fabricación de armas e impresión. Médicos judíos como Moisés Hamon sirvieron en la corte de Suleimán el Magnífico, mientras que economistas como Joseph Nasi fueron fundamentales en el desarrollo de la industria textil otomana. Las conexiones familiares y lingüísticas de los sefardíes, que hablaban castellano además de hebreo y árabe, los convirtieron en intermediarios ideales entre el mundo islámico y Europa cristiana.

En el norte de Europa, comunidades como la de Ámsterdam se beneficiaron enormemente del capital humano y financiero que trajeron los judíos portugueses. La Bolsa de Ámsterdam, fundada en 1602, contó con importante participación sefardí, al igual que el comercio de diamantes y el incipiente mercado de valores. Intelectuales sefardíes como Uriel da Costa y Menashe ben Israel jugaron papeles clave en el “Siglo de Oro” holandés, mientras que la imprenta hebraica de los Soncino en Constantinopla y la familia Usque en Ferrara difundieron obras fundamentales del pensamiento judío. La traducción al ladino de clásicos como el Amadís de Gaula creó una rica literatura judeoespañola que floreció hasta el siglo XX.

Paradójicamente, la expulsión también afectó negativamente a España. Muchos historiadores económicos argumentan que la pérdida de banqueros, médicos, artesanos y comerciantes judíos aceleró el declive económico español en el siglo XVI. La Inquisición, al perseguir a los conversos (muchos de ellos profesionales cualificados), exacerbó esta fuga de cerebros. Ciudades como Toledo y Sevilla, que habían sido centros de traducción e intercambio cultural en la Edad Media, perdieron su dinamismo intelectual. Mientras los judíos sefardíes ayudaban a construir imperios comerciales otomanos y holandeses, España se encerraba en una ortodoxia religiosa que limitaba su desarrollo científico y económico. Solo en fechas recientes España ha comenzado a reconocer este legado perdido, con iniciativas como el Museo Sefardí en Toledo y la concesión de nacionalidad a descendientes de sefardíes. La diáspora sefardí, aunque nacida de la tragedia, terminó siendo un ejemplo temprano de globalización, mostrando cómo comunidades dispersas pueden mantener identidades culturales fuertes mientras contribuyen al desarrollo de múltiples sociedades.

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Rodrigo Ricardo

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