La Unción del Espíritu Santo: Poder para Vivir y Servir

Publicado el 8 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Introducción: Comprendiendo el Concepto Bíblico de la Unción

La unción del Espíritu Santo representa una de las realidades más dinámicas y transformadoras en la vida del creyente, siendo el sello distintivo de un ministerio y una vida espiritual auténticamente bíblicos. El concepto de unción aparece desde el Antiguo Testamento, donde los sacerdotes, profetas y reyes eran consagrados mediante la aplicación de aceite como símbolo de su apartamiento para el servicio divino (Éxodo 30:30; 1 Samuel 16:13). Sin embargo, esta unción física era solo sombra de la realidad espiritual que alcanzaría su plenitud en el Nuevo Pacto, cuando Jesucristo, el Ungido por excelencia (Hechos 10:38), derramaría el Espíritu Santo sobre su Iglesia. La primera epístola de Juan revela esta verdad trascendental: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas… la unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros” (1 Juan 2:20, 27). Esta unción no es un mero concepto teológico abstracto, sino una realidad experiencial que imparte revelación, poder y autoridad espiritual para cumplir el llamado divino. A diferencia de los dones espirituales que son distribuidos según la voluntad del Espíritu (1 Corintios 12:11), la unción es una provisión disponible para todo creyente que cumpla las condiciones de consagración y dependencia de Dios.

La naturaleza de la unción del Espíritu Santo puede entenderse como la manifestación tangible de la presencia y el poder de Dios en y a través del creyente. Jesús declaró en Lucas 4:18-19: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos… a predicar el año agradable del Señor”. Este pasaje revela que la unción tiene propósitos específicos: capacitar para la proclamación efectiva del evangelio, traer liberación a los oprimidos, y manifestar el poder sanador de Dios. En el contexto neotestamentario, la unción no está reservada para unos pocos líderes destacados, sino que es la herencia de todo el cuerpo de Cristo, como lo afirma Pablo en 2 Corintios 1:21: “Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios”. Esta unción colectiva e individual se manifiesta en diversos grados e intensidades según el llamado y la disposición de cada creyente, pero siempre con el propósito común de glorificar a Cristo y edificar su iglesia.

En el panorama cristiano contemporáneo, donde abundan el activismo ministerial y el espectáculo religioso, la comprensión bíblica de la unción ofrece un correctivo necesario. La verdadera unción del Espíritu no puede ser fabricada, imitada o manipulada emocionalmente; es una obra sobrenatural que lleva el sello indiscutible de Dios. Los ministros ungidos del Antiguo Testamento como David (1 Samuel 16:13) y Elías (1 Reyes 18) demostraron que la unción auténtica produce resultados que trascienden las capacidades humanas naturales. De igual manera, en el Nuevo Testamento, los apóstoles operaron con una unción que transformó el mundo conocido de su época (Hechos 19:11-12). Hoy, la iglesia necesita desesperadamente redescubrir esta dimensión de la vida en el Espíritu, no como búsqueda de experiencias emocionales, sino como dependencia radical del poder de Dios para cumplir la Gran Comisión en medio de una generación cada vez más secularizada y espiritualmente hambrienta. La unción genuina siempre apunta a Cristo, edifica la iglesia y transforma vidas, dejando un fruto duradero que permanece más allá de los aplausos momentáneos.

Características y Manifestaciones de la Unción del Espíritu Santo

La unción del Espíritu Santo se manifiesta a través de diversas características discernibles que la distinguen claramente del mero talento natural o el carisma humano. Una de sus señales más evidentes es la presencia de una autoridad espiritual sobrenatural en la proclamación de la Palabra de Dios. Jesús enseñaba “como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:29), y esta misma cualidad se manifestó en los apóstoles cuando, a pesar de ser hombres sin formación académica especializada, su predicación conmovía corazones y desafiaba estructuras de poder (Hechos 4:13). La unción para predicar no consiste en elocuencia retórica o técnicas de persuasión, sino en la capacidad dada por el Espíritu para comunicar la verdad divina con convicción, claridad y poder transformador. Como escribió Pablo a los corintios: “Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Corintios 2:4). Esta autoridad ungida se percibe tanto por el predicador como por los oyentes, generando una convicción de pecado, una seguridad de la verdad y una respuesta obediente que la sabiduría meramente humana no puede producir.

Otra manifestación clave de la unción es la operación de milagros, señales y prodigios que autentican el mensaje del evangelio. El libro de Hechos registra numerosos ejemplos donde la unción del Espíritu se expresó a través de sanidades físicas (Hechos 3:6-8), liberaciones demoníacas (Hechos 16:18) e incluso resurrecciones (Hechos 20:9-12). Estas manifestaciones de poder no eran fines en sí mismas, sino señales que apuntaban a la veracidad del mensaje de Cristo y a la realidad del reino de Dios. Es crucial entender que los milagros en el ministerio de Jesús y los apóstoles no fueron espectáculos para entretener multitudes, sino respuestas compasivas al sufrimiento humano y demostraciones del carácter amoroso del Padre. La unción auténtica siempre combina poder y compasión, como se evidencia en el ministerio de Jesús quien “se compadecía de ellos, y sanaba a sus enfermos” (Mateo 14:14). En la actualidad, donde algunos buscan los dones de milagros sin el fruto del Espíritu, o donde otros niegan por completo la validez actual de estas manifestaciones, la postura bíblica equilibrada reconoce que la unción para hacer milagros sigue disponible, pero siempre sujeta a la soberanía de Dios y al propósito de glorificar a Cristo.

Una tercera característica de la unción, menos espectacular pero igualmente importante, es la capacidad para discernir los tiempos espirituales y tomar decisiones alineadas con la voluntad de Dios. Jesús reprendió a los líderes religiosos de su época porque, aunque podían predecir el clima por las señales naturales, eran incapaces de “discernir los tiempos” espirituales (Lucas 12:56). En contraste, los hombres y mujeres ungidos en las Escrituras demostraron una sabiduría sobrenatural para entender los propósitos divinos en su generación. José en Egipto (Génesis 41:38-39), David como rey de Israel (1 Samuel 23:1-4), y Pablo en su ministerio misionero (Hechos 16:6-10) son ejemplos de esta dimensión de la unción. En el contexto contemporáneo, esta capacidad para discernir los movimientos del Espíritu y responder adecuadamente es esencial para navegar las complejidades del ministerio en un mundo en rápido cambio. La unción para el discernimiento protege contra engaños doctrinales, guía en decisiones estratégicas y permite ministrar con sensibilidad a las necesidades reales de las personas. Como señaló A.W. Tozer: “La unción es aquella energía divina que capacita a un hombre para ver con los ojos de Dios y oír con los oídos de Dios”. Esta dimensión perceptiva de la unción es tan vital como sus manifestaciones más visibles de poder.

Cómo Cultivar y Mantener la Unción del Espíritu Santo

La unción del Espíritu Santo, aunque es un don gratuito de Dios, requiere ciertas disposiciones y prácticas en la vida del creyente para ser cultivada y mantenida. El fundamento indispensable es una relación íntima y constante con Cristo, la fuente de toda unción genuina. Jesús usó la metáfora de la vid y los pámpanos para ilustrar este principio vital: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Los grandes hombres y mujeres ungidos en la historia de la iglesia—desde Agustín hasta Wesley, desde Teresa de Ávila hasta Spurgeon—compartían esta característica común: una vida de profunda comunión con Dios a través de la oración, el estudio de las Escrituras y la adoración. La unción no puede ser sostenida por técnicas ministeriales o carisma personal, sino solo por una dependencia continua del Espíritu Santo. Como advirtió el profeta Zacarías: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zacarías 4:6). Los ritmos espirituales de soledad, silencio y meditación, tan descuidados en nuestra era de actividad frenética, son esenciales para mantener viva la unción en el ministerio.

Otra condición vital para conservar la unción es la pureza de corazón y vida. El Salmo 24:3-4 plantea la pregunta crucial: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón”. La unción del Espíritu es sensible al pecado no confesado y a la doble vida, como lo demuestra trágicamente el ejemplo de Sansón, quien aunque conservaba su fuerza física externa, había perdido la conciencia de que “Jehová ya se había apartado de él” (Jueces 16:20). Pablo advirtió a Timoteo: “Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que mora en nosotros” (2 Timoteo 1:14), indicando que la unción requiere vigilancia y santidad práctica. En un contexto ministerial donde las tentaciones al orgullo, la avaricia y la inmoralidad son reales y constantes, solo una vida rendida a Cristo y limpiada regularmente por Su sangre (1 Juan 1:7, 9) puede sostener la unción auténtica. Como señaló Leonard Ravenhill: “La unción y la unctiousness (untuosidad en inglés) no pueden separarse; donde está el aceite de la unción, debe haber también el agua de las lágrimas de arrepentimiento”.

Un tercer aspecto esencial para mantener la unción es la humildad y la rendición constante a la voluntad de Dios. La unción del Espíritu no puede ser manipulada, comercializada o usada para beneficio personal; es un santo fuego que solo arde en el altar de la completa consagración. Jesús, aunque era el Hijo de Dios, “no hizo nada por sí mismo, sino que sólo hizo lo que veía hacer al Padre” (Juan 5:19 NVI). Esta actitud de humilde dependencia protege contra los peligros del orgullo espiritual que inevitablemente siguen al ministerio ungido. La historia eclesiástica está llena de ejemplos de siervos de Dios que comenzaron con poder espiritual genuino pero cayeron cuando permitieron que la fama o el éxito inflaran su ego. La unción auténtica siempre disminuye al hombre y glorifica a Cristo, como lo expresó Juan el Bautista: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). Cultivar esta actitud de humildad requiere rendición diaria, accountability (rendición de cuentas) con otros creyentes maduros, y una constante vigilancia contra las sutiles tentaciones del orgullo y la autosuficiencia. Como escribió Andrew Murray: “La humildad es la única atmósfera en la que la unción puede vivir”.

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