Movimiento estudiantil de 1968 y la represión en Tlatelolco

Publicado el 6 julio, 2025 por Rodrigo Ricardo

Los Antecedentes del Movimiento Estudiantil en México

El movimiento estudiantil de 1968 en México no surgió de manera aislada, sino que fue el resultado de un contexto histórico marcado por tensiones políticas, sociales y económicas tanto a nivel nacional como internacional. Durante la década de 1960, el mundo vivía un periodo de efervescencia social, con movimientos como las protestas contra la guerra de Vietnam, el Mayo Francés y las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos. En México, el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) mantenía un férreo control sobre la vida política del país, bajo la apariencia de estabilidad y progreso.

Sin embargo, esta imagen ocultaba profundas desigualdades y un autoritarismo que se manifestaba en la represión de cualquier disidencia. Los estudiantes, influenciados por las ideas de justicia social y democratización, comenzaron a organizarse para exigir mayores libertades políticas, el fin de la violencia estatal y la democratización de las instituciones educativas. El movimiento no solo aglutinó a universitarios, sino también a profesores, intelectuales y sectores populares que veían en las demandas estudiantiles un eco de sus propias luchas.

El detonante inmediato del movimiento fue la brutal intervención policial contra una pelea entre estudiantes de la Vocacional 2 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y de la preparatoria particular Isaac Ochoterena, el veintidós de julio de mil novecientos sesenta y ocho. La policía no solo reprimió a los involucrados, sino que irrumpió en planteles educativos, violando la autonomía universitaria.

Esto generó una ola de indignación que llevó a la formación del Consejo Nacional de Huelga (CNH), un organismo que coordinó las protestas y planteó un pliego petitorio con demandas como la libertad a presos políticos, la disolución de los cuerpos policiacos represivos y la derogación de artículos del Código Penal que criminalizaban la protesta. El movimiento rápidamente escaló, convocando a marchas multitudinarias que desafiaban abiertamente al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, quien veía en estas movilizaciones una amenaza a su autoridad en vísperas de los Juegos Olímpicos que se celebrarían en octubre de ese año.

La Radicalización del Movimiento y la Respuesta del Estado

A medida que el movimiento estudiantil ganaba fuerza, el gobierno mexicano optó por una estrategia de criminalización y represión en lugar de atender las demandas. Los medios de comunicación, en su mayoría controlados por el Estado o alineados con sus intereses, presentaban a los estudiantes como revoltosos, agitadores y hasta como agentes al servicio de intereses extranjeros.

Esta campaña de desprestigio buscaba justificar la escalada represiva que vendría. El dos de agosto, el ejército ocupó las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), violando su autonomía, y días después hizo lo mismo con el IPN. Estas acciones, lejos de amedrentar a los estudiantes, radicalizaron aún más el movimiento y ampliaron su base de apoyo. Las marchas se volvieron más numerosas y creativas, con consignas, mantas y performances que evidenciaban la capacidad organizativa y el ingenio del movimiento.

El clímax de la represión llegó el dos de octubre de mil novecientos sesenta y ocho, cuando miles de estudiantes y civiles se congregaron en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco para un mitin. Aunque el gobierno había anunciado su disposición al diálogo, en realidad preparaba una operación militar masiva para acabar con el movimiento. Ese día, miembros del Batallón Olimpia, un grupo paramilitar creado para garantizar la seguridad durante los Juegos Olímpicos, así como soldados y francotiradores, abrieron fuego contra la multitud.

La masacre fue brutal y se extendió por horas, con detenciones arbitrarias, ejecuciones sumarias y un número indeterminado de muertos y desaparecidos. El gobierno reportó oficialmente alrededor de cuarenta fallecidos, pero investigaciones posteriores y testimonios de sobrevivientes sugieren que la cifra real podría ser de cientos. La matanza de Tlatelolco marcó un punto de inflexión en la historia moderna de México, evidenciando el autoritarismo del régimen priista y la impunidad con la que actuaban las fuerzas del Estado.

Las Consecuencias y el Legado del Movimiento de 1968

La represión en Tlatelolco no solo acabó con el movimiento estudiantil de manera violenta, sino que dejó una huella profunda en la sociedad mexicana. En el corto plazo, el gobierno logró su objetivo de “restablecer el orden” y los Juegos Olímpicos se celebraron sin mayores incidentes, proyectando una imagen de normalidad al mundo.

Sin embargo, el costo humano y político fue enorme. Las familias de las víctimas enfrentaron décadas de obstrucción a la justicia, mientras que los sobrevivientes y líderes estudiantiles fueron perseguidos, encarcelados o forzados al exilio. El régimen de Díaz Ordaz y su sucesor, Luis Echeverría, continuaron con políticas represivas, como lo demostró la masacre del Jueves de Corpus en mil novecientos setenta y uno.

A largo plazo, el movimiento de 1968 se convirtió en un símbolo de resistencia y en un parteaguas para la lucha por la democracia en México. Aunque en su momento no logró sus objetivos inmediatos, sembró la semilla de un cambio social que décadas después se materializaría en la transición democrática. Los participantes del movimiento, muchos de los cuales se integraron a organizaciones políticas, sociales y culturales, mantuvieron viva la memoria de lo ocurrido.

Hoy, a más de cincuenta años de los hechos, Tlatelolco sigue siendo un recordatorio de la importancia de defender los derechos humanos y de la necesidad de una sociedad más justa y participativa. El movimiento estudiantil de 1968, con sus demandas de libertad y justicia, sigue inspirando a nuevas generaciones que ven en aquella lucha un ejemplo de coraje frente a la opresión.

La Memoria Histórica y la Lucha por la Justicia

El movimiento estudiantil de 1968 y la masacre de Tlatelolco no solo fueron un momento de represión, sino que también se convirtieron en un símbolo de resistencia que ha perdurado en la memoria colectiva de México. A pesar de los esfuerzos del gobierno por silenciar los hechos, la verdad sobre lo ocurrido el dos de octubre comenzó a filtrarse gracias a la valentía de periodistas, escritores y sobrevivientes que documentaron testimonios y evidencias.

Obras como La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska recopilaron voces de quienes vivieron la tragedia, asegurando que las nuevas generaciones conocieran la magnitud de la violencia estatal. Sin embargo, durante décadas, el Estado mexicano evitó cualquier reconocimiento oficial de responsabilidad, y las investigaciones judiciales fueron insuficientes o manipuladas para proteger a los responsables. No fue hasta el cambio de siglo que el gobierno comenzó a abrir parcialmente los archivos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), revelando documentos que confirmaban la planeación y ejecución deliberada de la represión.

La lucha por la justicia ha sido larga y compleja, marcada por la obstrucción institucional y la falta de voluntad política. Aunque en 2018, a cincuenta años de los hechos, el gobierno mexicano ofreció una disculpa pública y se comprometió a esclarecer los crímenes, hasta la fecha no ha habido condenas firmes contra los responsables intelectuales y materiales de la masacre.

El expresidente Luis Echeverría, quien como secretario de Gobernación en 1968 fue señalado como uno de los principales autores, enfrentó un proceso legal en los años 2000, pero fue exonerado debido a tecnicismos legales y a su avanzada edad. Esta impunidad refleja un patrón histórico en México, donde los crímenes del Estado contra movimientos sociales rara vez son castigados. Sin embargo, la memoria de Tlatelolco sigue viva en marchas conmemorativas, en el Museo Memorial del 68 de la UNAM, y en la exigencia constante de organizaciones de derechos humanos para que se haga justicia.

El Impacto Cultural y Político del Movimiento

Más allá de su dimensión represiva, el movimiento estudiantil de 1968 tuvo un profundo impacto en la cultura y la política mexicana. La efervescencia ideológica de la época, influenciada por el socialismo, el antiimperialismo y las luchas globales por la libertad, inspiró a una generación de artistas, escritores y cineastas que plasmaron en sus obras las demandas de cambio social.

El cine de denuncia, como El grito (1968) de Leobardo López Arretche, documentó las protestas desde dentro, mientras que la literatura y la música reflejaron el descontento juvenil. Además, el movimiento demostró el poder de la organización colectiva, sentando las bases para futuras luchas sociales, como el sindicalismo independiente, el movimiento feminista y las guerrillas urbanas de los años setenta.

En el ámbito político, el sesenta y ocho dejó claro que el régimen priista ya no podía sostenerse únicamente mediante el discurso de la “revolución institucionalizada” y el paternalismo estatal. Aunque el PRI mantuvo el poder por tres décadas más, la credibilidad del gobierno se erosionó irreversiblemente, y las demandas de democratización se intensificaron.

Las reformas electorales de los años setenta y ochenta, así como el surgimiento de partidos de oposición, pueden rastrearse, en parte, al despertar político que generó el movimiento estudiantil. Incluso el levantamiento zapatista de 1994 y el movimiento #YoSoy132 de 2012 retomaron, en distintos contextos, el espíritu de rebeldía y la exigencia de un México más justo que caracterizaron al sesenta y ocho.

Reflexiones Finales: Tlatelolco y el México Contemporáneo

A más de medio siglo de los eventos de 1968, el legado del movimiento estudiantil y la masacre de Tlatelolco sigue siendo relevante. En un país donde la violencia estatal, la impunidad y la desigualdad persisten, las demandas de aquella generación resuenan con inquietante actualidad. Las desapariciones forzadas, como las de Ayotzinapa en 2014, o la represión contra manifestantes en Atenco y durante el conflicto de la APPO en Oaxaca, muestran que los mecanismos de control y violencia del Estado no han desaparecido, solo se han transformado.

Sin embargo, también hay razones para la esperanza. La resistencia estudiantil de 1968 enseñó que la organización y la solidaridad pueden desafiar incluso a los regímenes más autoritarios. Hoy, colectivos juveniles, organizaciones civiles y movimientos sociales continúan luchando por un México democrático, donde hechos como los de Tlatelolco no se repitan. La consigna “¡Dos de octubre no se olvida!” no es solo un recordatorio del pasado, sino una advertencia para el presente: la memoria histórica es fundamental para construir un futuro donde la justicia y la libertad no sean privilegios, sino derechos garantizados para todos.

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