Filosofía de la Ciencia: Fundamentos y Controversias Contemporáneas

Publicado el 24 mayo, 2025 por Rodrigo Ricardo

La Naturaleza del Conocimiento Científico

La filosofía de la ciencia constituye una de las disciplinas filosóficas más dinámicas y relevantes en el panorama intelectual actual, encargándose de examinar los fundamentos conceptuales, metodológicos y epistemológicos de la investigación científica. A diferencia de las ciencias particulares que estudian aspectos específicos de la realidad, la filosofía de la ciencia se pregunta qué hace que una teoría sea científica, cómo se justifica el conocimiento que produce y cuáles son los límites de la investigación empírica. Estas cuestiones, que pueden parecer abstractas, tienen consecuencias prácticas enormes, desde cómo evaluamos la validez de una nueva teoría médica hasta cómo asignamos fondos para investigación o tomamos decisiones políticas basadas en evidencia científica. El problema de la demarcación – establecer criterios para distinguir la ciencia genuina de la pseudociencia – se ha vuelto especialmente urgente en una era donde afirmaciones contradictorias compiten por atención pública bajo el rótulo de “ciencia”. La filosofía de la ciencia no solo analiza teorías ya establecidas, sino que también explora el proceso mismo de descubrimiento y cambio científico, preguntándose si existe un “método científico” único o más bien una pluralidad de enfoques válidos según el campo y el problema investigado.

El desarrollo histórico de la filosofía de la ciencia ha estado marcado por tensiones recurrentes entre diversas concepciones de cómo progresa el conocimiento científico. Por un lado, el inductivismo clásico, asociado con Francis Bacon y el empirismo inglés, sostenía que la ciencia avanza mediante la acumulación cuidadosa de observaciones de las cuales se derivan generalizaciones. Por otro, el racionalismo crítico de Karl Popper argumentó que lo distintivo de la ciencia no es cómo verifica sus teorías sino cómo las somete a intentos de falsación, proponiendo que una teoría es científica precisamente en la medida en que es refutable. Entre estos extremos, Thomas Kuhn revolucionó el campo con su concepto de “paradigmas” científicos, sugiriendo que la ciencia no progresa de manera acumulativa y lineal, sino a través de revoluciones periódicas donde un paradigma dominante es reemplazado por otro incompatible. Estas diferentes visiones del cambio científico siguen informando debates actuales sobre cómo evaluar teorías competidoras en campos desde la física cuántica hasta la economía.

En las últimas décadas, la filosofía de la ciencia ha ampliado su enfoque más allá de las ciencias físicas para examinar las particularidades de las ciencias biológicas, sociales y cognitivas, reconociendo que diferentes disciplinas pueden requerir diferentes estándares de evidencia y explicación. Al mismo tiempo, ha incorporado perspectivas históricas, sociológicas y feministas que destacan cómo factores contextuales influyen en la práctica científica concreta, sin por ello caer necesariamente en el relativismo. La filosofía de la ciencia contemporánea navega así entre la búsqueda de normas epistémicas universales y el reconocimiento de la diversidad de prácticas científicas, entre el análisis lógico de teorías y el estudio empírico de cómo trabajan realmente los científicos. Este equilibrio es especialmente crucial en un mundo donde la ciencia es simultáneamente más poderosa y más cuestionada que nunca, y donde sus aplicaciones tecnológicas transforman aceleradamente la vida humana y el planeta mismo.

1. El Problema de la Inducción y sus Respuestas

El problema de la inducción, formulado con especial claridad por David Hume en el siglo XVIII pero anticipado ya por los escépticos antiguos, constituye quizás el desafío más fundamental para cualquier teoría del conocimiento científico. En esencia, el problema pregunta por qué estamos justificados en creer que regularidades observadas en el pasado continuarán en el futuro, o que lo no observado se comportará como lo observado. Que el sol haya salido todas las mañanas hasta ahora no garantiza lógicamente que saldrá mañana, aunque todos actuemos como si fuera cierto. Hume argumentó que nuestra confianza en la inducción no se basa en razones lógicas sino en el hábito y la costumbre, una conclusión escéptica que amenaza los fundamentos mismos de la ciencia empírica. Este problema adquiere especial relevancia en contextos como la medicina, donde inferencias inductivas sobre la eficacia de tratamientos pueden tener consecuencias vitales, o en economía, donde políticas basadas en patrones históricos pueden fallar estrepitosamente cuando las condiciones cambian.

Las respuestas al problema de la inducción han sido diversas y ninguna completamente satisfactoria. Karl Popper propuso abandonar por completo la inducción como método científico, argumentando que la ciencia no debería buscar verificar teorías (siempre provisionalmente) sino someterlas a rigurosos intentos de falsación. Según Popper, lo distintivo de las teorías científicas no es que puedan confirmarse con evidencia positiva, sino que sean falsables en principio – capaces de hacer predicciones tan precisas que un solo contraejemplo podría refutarlas. Esta visión, aunque influyente, ha sido criticada por no corresponder con la práctica científica real, donde las teorías raramente son abandonadas por una sola observación contradictoria, y donde factores como la fecundidad explicativa y la coherencia con otras teorías juegan papeles cruciales en su evaluación. Además, el falsacionismo ingenuo no resuelve completamente el problema humeano, pues la decisión de qué observaciones contar como falsaciones también depende de supuestos inductivos.

Otra línea de respuesta, representada por filósofos como Wesley Salmon y Brian Skyrms, ha intentado desarrollar una lógica inductiva que asigne grados de confirmación a hipótesis basados en evidencia. Estos enfoques bayesianos tratan la probabilidad no como frecuencia sino como grado de creencia racional, permitiendo cuantificar cómo la evidencia actualiza nuestras expectativas sobre hipótesis. Sin embargo, estos sistemas dependen críticamente de probabilidades “a priori” asignadas inicialmente, cuya justificación vuelve a plantear problemas similares al original. Más recientemente, algunos filósofos como Donald Gillies han argumentado que la inducción no necesita justificación universal, sino que diferentes campos científicos desarrollan sus propios estándares inductivos basados en su historial de éxito. Este pluralismo metodológico refleja mejor la práctica científica real pero sacrifica la esperanza de un fundamento único y seguro para todo conocimiento empírico. El problema de la inducción sigue así siendo un recordatorio de que la ciencia, aunque extraordinariamente exitosa como empresa humana, descansa en supuestos que no pueden probarse sin circularidad.

2. Realismo vs. Antirrealismo en Filosofía de la Ciencia

El debate entre realistas y antirrealistas científicos es uno de los más persistentes y fructíferos en filosofía de la ciencia, con implicaciones profundas para cómo entendemos el estatus de las entidades teóricas y el progreso científico. Los realistas científicos, como Wilfrid Sellars y Richard Boyd, sostienen que las teorías científicas maduras describen aproximadamente la realidad tal como es, incluyendo entidades inobservables como electrones o campos cuánticos, y que el éxito predictivo y explicativo de la ciencia solo puede entenderse adecuadamente si asumimos que se acerca progresivamente a la verdad. Este argumento del “éxito de la ciencia” ha sido central en defensas del realismo, aunque los antirrealistas señalan que muchas teorías exitosas del pasado resultaron ser falsas (como la mecánica newtoniana), lo que socava la inferencia del éxito a la verdad aproximada.

Frente al realismo, el antirrealismo adopta diversas formas. El instrumentalismo, asociado con Ernst Mach y algunos positivistas lógicos, considera que las teorías científicas son meros instrumentos para predecir observaciones, sin pretensión de describir una realidad subyacente. El empirismo constructivo de Bas van Fraassen toma una posición intermedia: aunque acepta que las teorías científicas tienen contenido que trasciende lo observable, sostiene que la actitud apropiada hacia ellas no es creer en su verdad sino sólo “aceptarlas” como empíricamente adecuadas. Más radicalmente, el constructivismo social, representado por autores como Bruno Latour, argumenta que los hechos científicos son construidos socialmente más que descubiertos, una posición que ha generado intensos debates sobre el papel de factores extracientíficos en la investigación. Estas posturas antirrealistas encuentran apoyo en la subdeterminación de teorías por evidencia – el hecho de que siempre pueden construirse múltiples teorías compatibles con los mismos datos observacionales – y en la carga teórica de la observación, que cuestiona la posibilidad de una base puramente empírica para evaluar teorías.

El realismo científico ha respondido a estos desafíos desarrollando versiones más sofisticadas como el realismo estructural (que afirma que lo que preservan las teorías exitosas son relaciones estructurales más que la naturaleza de las entidades involucradas) o el realismo de entidades (que sugiere que podemos estar justificados en creer en la existencia de ciertas entidades postuladas por teorías sin comprometernos con todas sus propiedades teóricas). Nancy Cartwright ha argumentado que la ciencia opera con una mezcla de realismo y antirrealismo según el contexto, describiendo algunas partes de la realidad con notable precisión mientras usa modelos altamente idealizados en otras áreas. Este pluralismo parece reflejar mejor la práctica científica real, donde investigadores raramente se preocupan por estas cuestiones filosóficas pero operan con supuestos implícitos que varían según su campo y problema específico. El debate sigue abierto, con nuevos argumentos provenientes de áreas como la física fundamental y la biología molecular que desafían nuestras intuiciones sobre qué significa que una teoría “corresponda” con la realidad.

3. Ciencia, Valores y Sociedad: Nuevos Desafíos

La relación entre ciencia y valores ha emergido como área central en la filosofía de la ciencia contemporánea, superando la vieja dicotomía entre contexto de descubrimiento (supuestamente influido por valores subjetivos) y contexto de justificación (donde solo contarían razones objetivas). Filósofas como Helen Longino y Heather Douglas han argumentado que los valores no solo son inevitables en la ciencia, sino que algunos – como la precisión, la honestidad intelectual y la relevancia social – son constitutivos de la buena práctica científica. La cuestión no es eliminar todos los valores (imposible y no deseable) sino distinguir entre aquellos que promueven la investigación rigurosa y aquellos que la distorsionan, como prejuicios ideológicos o intereses comerciales no declarados. Esta perspectiva es especialmente relevante en campos como la investigación médica, donde conflictos de interés pueden afectar qué estudios se publican o cómo se interpretan resultados, o en ciencias ambientales, donde la urgencia de ciertos problemas puede priorizar algunas líneas de investigación sobre otras.

La epistemología feminista de la ciencia, desarrollada por Sandra Harding, Evelyn Fox Keller y otras, ha enriquecido estos debates mostrando cómo el androcentrismo y otros sesgos han moldeado históricamente qué preguntas se consideran científicamente importantes, qué métodos se privilegian e incluso qué se reconoce como dato válido. Estos análisis no implican rechazar la objetividad científica, sino redefinirla como algo que se logra mediante la crítica sistemática a supuestos no examinados y la inclusión de perspectivas diversas, no mediante la pretendida neutralidad del investigador. Estudios de caso como la investigación sobre diferencias sexuales en primates o el desarrollo de modelos climáticos muestran cómo la atención a valores epistémicos y sociales puede mejorar – no comprometer – la calidad de la investigación. Al mismo tiempo, estos enfoques plantean preguntas difíciles sobre cómo equilibrar el compromiso social con la autonomía científica, y cómo evitar que la crítica legítima a sesgos específicos se convierta en un relativismo generalizado que niegue cualquier estándar de evaluación intersubjetiva.

Los desafíos más urgentes para la filosofía de la ciencia en el siglo XXI provienen de la creciente complejidad e impacto social de la investigación científica. La ciencia posnormal, que trata problemas donde los hechos son inciertos, los valores en disputa, los riesgos altos y las decisiones urgentes (como el cambio climático o las pandemias), requiere nuevos modelos de interfaz entre ciencia, política y sociedad. La filosofía de la ciencia tiene un papel crucial que jugar en desarrollar marcos para la deliberación pública informada, la evaluación de incertidumbres y la gobernanza de tecnologías emergentes como la inteligencia artificial o la edición genética. Al mismo tiempo, debe seguir reflexionando sobre fundamentos conceptuales de teorías científicas de vanguardia, desde la cosmología hasta las neurociencias, donde preguntas filosóficas tradicionales sobre causalidad, reducción o la naturaleza de la conciencia resurgen en nuevos contextos. La filosofía de la ciencia así concebida no es un mero análisis secundario de resultados científicos establecidos, sino un compañero indispensable en la aventura de comprender el mundo y nuestro lugar en él.

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