La Era Progresista (1890-1920): Reforma Social y Política en Estados Unidos
Los Orígenes del Movimiento Progresista
La Era Progresista surgió como una respuesta multifacética a los profundos cambios económicos, sociales y políticos que transformaron Estados Unidos durante la industrialización del último tercio del siglo XIX. Este movimiento reformista, que alcanzó su apogeo entre 1890 y 1920, fue una coalición diversa que incluía a intelectuales, activistas sociales, políticos, mujeres de clase media y líderes obreros, todos unidos por la convicción de que la sociedad industrial moderna requería nuevas formas de organización y regulación para corregir sus excesos. Los progresistas compartían una fe fundamental en la capacidad de la investigación científica, la educación y la acción gubernamental para resolver problemas sociales, aunque diferían en los métodos y el alcance de las reformas necesarias. Las raíces del progresismo pueden rastrearse en varias corrientes del pensamiento reformista del siglo XIX, incluyendo el movimiento populista de agricultores, el movimiento por la templanza, el sufragio femenino y el movimiento settlement house que buscaba mejorar las condiciones en los barrios pobres urbanos. Figuras como Jane Addams, cuyo Hull House en Chicago (fundado en 1889) se convirtió en modelo de trabajo social comunitario, y escritores como Jacob Riis, cuyo impactante “How the Other Half Lives” (1890) exponía las condiciones en los barrios bajos de Nueva York, ayudaron a despertar la conciencia pública sobre los costos humanos de la industrialización no regulada.
El contexto económico y social de la década de 1890 proporcionó el catalizador para el surgimiento del progresismo como fuerza política nacional. La severa depresión económica de 1893-1897, con su secuela de quiebras bancarias, huelgas violentas y desempleo masivo, expuso las vulnerabilidades del sistema económico no regulado y minó la confianza en la doctrina del laissez-faire. Al mismo tiempo, la exposición de prácticas corruptas en los negocios y la política – como los reportajes de periodistas “muckrakers” como Ida Tarbell sobre los monopolios petroleros o Lincoln Steffens sobre la corrupción municipal – generaron demanda pública por reformas. Los progresistas atacaron lo que percibían como las tres principales fuentes de corrupción y desigualdad: el poder excesivo de los grandes monopolios corporativos (“trusts”), la maquinaria política urbana que controlaba el gobierno local mediante el patronazgo y el fraude electoral, y las condiciones de vida y trabajo de las clases pobres y trabajadoras. Aunque el movimiento carecía de una ideología unificada, sus diversas facciones coincidían en la necesidad de usar el gobierno – especialmente a nivel estatal y federal – como instrumento para moderar los excesos del capitalismo industrial y crear una sociedad más justa y eficiente. Esta visión marcaría una ruptura significativa con las tradiciones políticas estadounidenses del siglo XIX que habían enfatizado el gobierno limitado y la autonomía local.
Reformas Políticas y la Democratización del Gobierno
Uno de los principales focos del movimiento progresista fue la reforma del sistema político para hacerlo más democrático, transparente y responsable ante la ciudadanía. Los progresistas argumentaban que las máquinas políticas urbanas y los intereses corporativos habían corrompido el proceso democrático, convirtiendo las elecciones en farsas controladas por jefes políticos no electos y financiadas por empresarios ricos. Para contrarrestar esta influencia corruptora, impulsaron una serie de innovaciones institucionales diseñadas para aumentar la participación ciudadana directa en el gobierno. La iniciativa y el referéndum, adoptados primero por Dakota del Sur en 1898 y luego por otros estados, permitían a los ciudadanos proponer y votar directamente sobre leyes, evitando a legislativos a menudo controlados por intereses especiales. El recall (o revocatoria), implementado por primera vez en Los Ángeles en 1903, daba a los votantes el poder de destituir a funcionarios electos antes de que terminaran sus mandatos. Estas reformas, junto con la elección directa de senadores estadounidenses (establecida por la Decimoséptima Enmienda en 1913) y las primarias para seleccionar candidatos partidistas, buscaban transferir poder de las élites políticas y económicas a la ciudadanía común.
Otra línea importante de reforma política fue la lucha por hacer el gobierno más eficiente y profesional, libre del sistema de botín (spoils system) que había caracterizado el servicio público estadounidense desde la era jacksoniana. Los progresistas abogaban por la meritocracia en la administración pública, logrando avances significativos con la expansión del sistema de servicio civil a nivel federal y la adopción de gobiernos municipales con administradores profesionales en ciudades como Dayton, Ohio (1913). Estas reformas burocráticas a menudo chocaban con la resistencia de las máquinas políticas urbanas, que dependían del patronazgo para mantener su poder. A nivel municipal, alcaldes progresistas como Hazen Pingree de Detroit (1890-1897) y Tom Johnson de Cleveland (1901-1909) implementaron programas innovadores de bienestar público, regulación de servicios públicos y reforma fiscal que servían de modelo para el activismo gubernamental. La lucha contra la corrupción política también llevó a esfuerzos por regular el financiamiento de campañas y limitar la influencia de las corporaciones en las elecciones, aunque con éxito limitado. Estas reformas políticas, aunque a veces contradictorias en sus efectos (por ejemplo, al debilitar los partidos políticos tradicionales mientras aumentaban la influencia de grupos de interés organizados), redefinieron permanentemente las reglas del juego democrático en Estados Unidos y ampliaron significativamente las formas de participación ciudadana en el gobierno.
Regulación Económica y Reformas Laborales
La regulación de las grandes corporaciones y la mejora de las condiciones de trabajo fueron aspectos centrales de la agenda progresista, respondiendo a las preocupaciones públicas sobre el poder excesivo de los monopolios industriales y financieros. A nivel federal, el punto de inflexión llegó con la presidencia de Theodore Roosevelt (1901-1909), quien hizo de la regulación de los “trusts” una prioridad de su administración. Roosevelt no era antimonopolio en principio – reconocía la eficiencia de las grandes corporaciones – pero insistía en que debían operar bajo supervisión gubernamental para prevenir abusos. Su administración inició más de 40 demandas antimonopolio bajo la Ley Sherman (1890), incluyendo casos históricos contra el Northern Securities Company (un monopolio ferroviario) y la Standard Oil Company. Esta política de “bastón grande” (big stick) contra las corporaciones abusivas continuó bajo el presidente William Howard Taft, cuya administración logró la disolución de la Standard Oil en 1911. Sin embargo, los progresistas más radicales, como Robert La Follette de Wisconsin, argumentaban que estas acciones eran insuficientes y abogaban por regulaciones más estrictas e impuestos más altos a las grandes fortunas.
Paralelamente a estos esfuerzos antimonopolio, los progresistas lograron avances significativos en la regulación de las condiciones laborales y la protección de los trabajadores, especialmente mujeres y niños. El trágico incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist en Nueva York (1911), donde murieron 146 trabajadoras textiles en su mayoría jóvenes inmigrantes debido a puertas cerradas y condiciones inseguras, galvanizó el movimiento por reformas laborales. En respuesta, estados como Nueva York aprobaron leyes pioneras que establecían estándares de seguridad en fábricas, limitaban las horas de trabajo para mujeres y prohibían el trabajo infantil. A nivel nacional, la creación del Departamento de Trabajo (1913) y la Ley Clayton (1914), que eximía a los sindicatos de las leyes antimonopolio, marcaron victorias importantes para el movimiento obrero. Sin embargo, estas reformas enfrentaron feroz oposición de muchos empresarios y tribunales conservadores que frecuentemente anulaban leyes laborales por considerarlas interferencias inconstitucionales en la libertad de contrato. La tensión entre la regulación gubernamental y los derechos de propiedad privada definiría muchos de los debates legales y políticos de la era, anticipando conflictos que continuarían durante el New Deal y más allá. A pesar de estas limitaciones, el periodo progresista sentó las bases para un papel más activo del gobierno en la economía que representaría una ruptura duradera con la tradición del laissez-faire del siglo XIX.
Reformas Sociales y el Movimiento por el Sufragio Femenino
El progresismo incluyó un fuerte componente de reforma social que buscaba abordar los problemas de pobreza, salud pública y desigualdad que afligían a la sociedad industrial urbana. Los settlement houses, como el Hull House de Jane Addams en Chicago, proporcionaron servicios comunitarios esenciales en barrios pobres mientras servían como laboratorios para políticas sociales innovadoras. Estas instituciones, dirigidas principalmente por mujeres de clase media educadas, combinaban asistencia directa (guarderías, clases de inglés, atención médica básica) con investigación social y activismo político para promover reformas más amplias. Su trabajo ayudó a impulsar cambios como las primeras leyes de protección a la infancia, que establecieron tribunales juveniles separados y leyes contra el abuso infantil, y campañas de salud pública que mejoraron el saneamiento urbano y redujeron enfermedades infecciosas. El movimiento por la templanza, liderado principalmente por mujeres a través de la Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza (WCTU), vinculó el consumo de alcohol con problemas sociales como la violencia doméstica y la pobreza, culminando en la aprobación de la Decimoctava Enmienda (1919) que estableció la prohibición nacional.
El movimiento por el sufragio femenino, aunque anterior al progresismo, ganó impulso decisivo durante esta era al vincularse con las otras causas reformistas. Las sufragistas argumentaban que las mujeres necesitaban el voto no solo como derecho fundamental, sino como herramienta para limpiar la política y promover reformas sociales. Lideradas por organizaciones como la Asociación Nacional Americana por el Sufragio de la Mujer (NAWSA) bajo Carrie Chapman Catt y el más militante Partido Nacional de la Mujer de Alice Paul, las sufragistas utilizaron una variedad de tácticas que iban desde peticiones legislativas hasta protestas callejeras y huelgas de hambre. Su causa avanzó primero a nivel estatal, con estados occidentales como Wyoming (1890) y Colorado (1893) aprobando el sufragio femenino antes que el Este industrializado. La participación masiva de mujeres en el esfuerzo bélico durante la Primera Guerra Mundial, combinada con argumentos sobre la democracia que Estados Unidos promovía en el extranjero, ayudó a romper la última resistencia, llevando a la ratificación de la Decimonovena Enmienda en 1920 que garantizaba el derecho al voto sin distinción de sexo. Esta victoria, aunque no eliminó las desigualdades de género, marcó un hito en la democratización de la sociedad estadounidense y demostró la eficacia del activismo organizado de las mujeres, que continuaría luchando por la igualdad plena en el siglo XX.
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