La Exclusión de los Sectores Populares del Poder Político en la Argentina de 1800

Publicado el 4 julio, 2025 por Rodrigo Ricardo

Los Cimientos Coloniales de la Exclusión Política

En los albores del siglo XIX, el territorio que hoy conocemos como Argentina estaba marcado por profundas divisiones sociales y políticas heredadas del sistema colonial español. La estructura de poder, diseñada para beneficiar a una minoría peninsular y criolla, marginaba sistemáticamente a los sectores populares, compuestos por mestizos, indígenas, afrodescendientes y pobres urbanos y rurales. La administración colonial establecía que solo aquellos considerados “vecinos” —hombres blancos, propietarios y con cierto nivel educativo— podían participar en los cabildos y otras instituciones de gobierno.

Esta exclusión legal se reforzaba mediante prácticas informales que limitaban el acceso a la educación, la propiedad y los cargos públicos. La sociedad estaba estratificada de manera rígida, y las oportunidades de movilidad social eran casi inexistentes para quienes no pertenecían a las elites. La Revolución de Mayo de 1810, aunque prometía cambios radicales, no alteró inmediatamente estas estructuras, pues muchos de los líderes independentistas provenían de las mismas clases privilegiadas que habían administrado el poder bajo el dominio español.

La marginalización de los sectores populares no era solo un fenómeno político, sino también económico y cultural. Las leyes y costumbres impedían que los grupos subalternos acumularan riqueza o influencia, perpetuando su dependencia de las elites. En las ciudades, los artesanos y pequeños comerciantes enfrentaban restricciones gremiales y fiscales que limitaban su crecimiento. En el campo, los gauchos y peones rurales vivían en condiciones de semi-servidumbre, sujetos a los designios de los grandes terratenientes.

La Iglesia, otra institución poderosa, legitimaba este orden al predicar la obediencia y la resignación como virtudes cristianas. Así, la exclusión política estaba arraigada en un entramado de relaciones sociales que naturalizaban la dominación de unos pocos sobre la mayoría. Este sistema no solo privaba a los sectores populares de representación, sino que también moldeaba su identidad, reforzando la idea de que la política era un asunto ajeno a sus realidades cotidianas.

Las Promesas Incumplidas de la Revolución de Mayo

Con la caída del virreinato en 1810, muchos sectores populares albergaron esperanzas de que la nueva era independentista traería consigo mayores derechos y participación. Sin embargo, estas expectativas chocaron con la realidad de un proyecto revolucionario liderado por criollos ilustrados que, aunque rechazaban el dominio español, no pretendían democratizar el poder. La Junta de Gobierno surgida en mayo mantuvo exclusiones basadas en criterios de clase, raza y educación.

Los debates en la Asamblea del Año XIII, por ejemplo, giraron en torno a la abolición de la esclavitud y los títulos nobiliarios, pero no se avanzó en medidas concretas para incorporar a las mayorías al sistema político. Los sectores populares, aunque habían participado activamente en las milicias y en el apoyo logístico a la revolución, vieron cómo sus demandas eran postergadas en favor de una agenda centrada en consolidar el Estado bajo el control de las elites porteñas y del interior.

Esta desconexión entre los ideales revolucionarios y la práctica política generó tensiones que se manifestaron en revueltas y protestas a lo largo de las décadas siguientes. Los caudillos, figuras emergentes del período posrevolucionario, capitalizaron este descontento, presentándose como protectores de los intereses populares frente a las elites centralistas. Sin embargo, incluso estos liderazgos alternativos reproducían formas de clientelismo y autoritarismo que no garantizaban una verdadera inclusión.

La falta de mecanismos institucionales para canalizar las demandas populares llevó a ciclos de rebelión y represión, como los levantamientos federales contra el unitarismo, donde se evidenciaba el choque entre dos proyectos de país: uno que buscaba mantener el statu quo y otro que, aunque ambiguo, apelaba a una mayor justicia social. La exclusión política, lejos de resolverse, se transformó en un conflicto latente que marcaría la historia argentina del siglo XIX.

El Rol de la Violencia y el Control Social en la Marginación

La mantención del orden excluyente no dependía únicamente de leyes y decretos, sino también del uso estratégico de la violencia y el control social. Las elites políticas y económicas utilizaban tanto la coerción directa —mediante milicias y fuerzas policiales— como mecanismos simbólicos para desarticular cualquier intento de organización popular. Las revueltas indígenas en el norte y los levantamientos rurales en el litoral fueron reprimidos con dureza, enviando un mensaje claro sobre los límites de la disidencia.

Al mismo tiempo, se fomentaba la idea de que los sectores populares eran “bárbaros” o “incapaces” de autogobernarse, justificando así su exclusión del poder. La prensa de la época, controlada por intelectuales alineados con las elites, reproducía estereotipos que asociaban a mestizos, negros y gauchos con la violencia y el desorden, reforzando su marginalización.

Este sistema de dominación no era estático; se adaptaba a las presiones sociales. Cuando las protestas amenazaban con desestabilizar el orden, las elites concedían reformas limitadas, como la ampliación del servicio militar —que otorgaba ciertos derechos a los soldados— o la creación de instituciones locales con participación nominal de sectores medios. Sin embargo, estas concesiones rara vez cuestionaban las estructuras fundamentales de poder.

La Iglesia, como aliada del Estado, jugaba un papel clave en la pacificación, promoviendo la resignación y la obediencia mediante sermones y educación religiosa. Así, la exclusión política se sostenía mediante un equilibrio entre represión y hegemonía cultural, donde las mayorías internalizaban su subordinación como algo natural. Este proceso no fue exclusivo de Argentina, pero aquí adquirió matices particulares debido a la fragmentación territorial y las luchas internas entre proyectos de nación en pugna.

Legados y Continuidades en la Historia Política Argentina

La exclusión de los sectores populares del poder político en el siglo XIX dejó huellas profundas en la formación del Estado argentino. Aunque el país experimentó transformaciones significativas —como la federalización de Buenos Aires y la consolidación de un sistema electoral en el siglo XX—, las bases de la desigualdad política se mantuvieron.

Las elites aprendieron a cooptar demandas populares sin ceder espacios reales de decisión, un patrón que se repetiría en diferentes momentos históricos. La resistencia de los grupos marginados, sin embargo, nunca desapareció del todo; se manifestó en el surgimiento del radicalismo, el peronismo y otros movimientos que, con sus contradicciones, buscaron ampliar la participación.

Hoy, al mirar hacia atrás, es evidente que la democracia argentina se construyó sobre exclusiones originarias que aún resuenan. La lucha por una representación más justa y equitativa sigue siendo un tema pendiente, reflejando que los conflictos del 1800 no son meramente históricos, sino que dialogan con desafíos contemporáneos. Entender este pasado no solo es un ejercicio académico, sino una herramienta para pensar cómo construir un futuro donde el poder político sea verdaderamente compartido.

Las Tensiones entre Federalismo y Centralismo como Expresión de la Exclusión

El debate entre federalismo y centralismo que dominó la escena política argentina en las primeras décadas del siglo XIX no puede entenderse únicamente como una disputa geográfica o administrativa, sino también como un reflejo de las profundas divisiones sociales y la exclusión de vastos sectores populares del poder real. Mientras las elites porteñas, influenciadas por ideas liberales y europeizantes, buscaban consolidar un Estado centralizado que facilitara el control político y económico, las provincias del interior —donde los sectores rurales, mestizos e indígenas tenían mayor presencia— resistían este modelo, percibiéndolo como una continuación del dominio colonial bajo nuevas formas.

Los caudillos federales, como Facundo Quiroga o Juan Manuel de Rosas, emergieron como figuras que, aunque no necesariamente defendían una democracia amplia, sí canalizaban el descontento de aquellos marginados por el proyecto unitario. Sin embargo, incluso en estos espacios alternativos, la participación política de los sectores populares seguía siendo limitada, reducida en muchos casos al apoyo militar o a la movilización clientelar, sin acceso real a la toma de decisiones.

Esta tensión entre centro y periferia también revelaba las contradicciones de un sistema que, mientras proclamaba principios igualitarios, mantenía barreras infranqueables para la mayoría. Las constituciones redactadas durante este período, incluyendo la de 1826, establecían requisitos de propiedad y alfabetización para votar o ocupar cargos públicos, excluyendo automáticamente a gran parte de la población. Además, la falta de un sistema electoral transparente permitía que las elites locales manipularan los resultados, perpetuando su dominio.

En las zonas rurales, donde el analfabetismo y la pobreza eran más acentuados, los campesinos y peones quedaban atrapados en redes de dependencia personal con los caudillos o terratenientes, sin posibilidad de ejercer una ciudadanía plena. Así, el federalismo, aunque en teoría prometía mayor autonomía y representación, en la práctica reproducía jerarquías preexistentes, aunque con actores distintos. La exclusión política, por lo tanto, no era un fenómeno meramente impuesto desde Buenos Aires, sino una constante en todo el territorio, adaptada a las particularidades de cada región.

El Discurso Civilizatorio como Justificación de la Marginalización

Una de las herramientas más efectivas para legitimar la exclusión de los sectores populares fue el discurso civilizatorio, que asociaba el progreso y el orden con los valores de las elites urbanas y europeizadas. Intelectuales como Domingo Faustino Sarmiento, en su famoso ensayo Facundo, construyeron una narrativa en la que el atraso del país se atribuía a la “barbarie” de los gauchos, los indígenas y los mestizos del interior, presentándolos como obstáculos para la modernización.

Este relato no solo justificaba su marginación política, sino que también servía para proyectos de control social más amplios, como las campañas militares contra los pueblos originarios o la imposición de sistemas educativos diseñados para “disciplinar” a las clases bajas. La idea de que solo una minoría ilustrada estaba capacitada para gobernar se arraigó profundamente en el imaginario político argentino, influyendo incluso en movimientos que luego se presentarían como populares.

Este discurso tenía un claro componente racial y clasista. Los afrodescendientes, por ejemplo, aunque habían participado activamente en las guerras de independencia, fueron gradualmente borrados de la historia oficial y de los espacios de poder. De manera similar, los migrantes europeos que llegaron a fines del siglo XIX fueron incentivados a integrarse a un proyecto nacional que los privilegiaba sobre los grupos locales no blancos, reforzando jerarquías existentes.

La construcción de la argentinidad como sinónimo de europeidad marginó aún más a quienes no encajaban en este molde, negándoles no solo derechos políticos, sino también reconocimiento cultural. La paradoja era evidente: mientras el país se enorgullecía de su carácter “moderno” y “civilizado”, gran parte de su población permanecía al margen de las instituciones, sin canales para hacer oír sus demandas. Esta contradicción marcaría el desarrollo político argentino, generando tensiones que estallarían en el siglo XX con el surgimiento de movimientos que reivindicaban la voz de los excluidos.

La Herencia Colonial en las Estructuras del Poder Económico

La exclusión política de los sectores populares no puede disociarse de la estructura económica heredada del período colonial, que concentraba la tierra y los recursos en manos de una minoría. Las reformas liberales impulsadas después de la independencia, lejos de democratizar el acceso a la propiedad, acentuaron las desigualdades. La enfiteusis rivadaviana, por ejemplo, permitió que grandes extensiones de tierra quedaran en poder de unos pocos, mientras que los pequeños productores y campesinos eran desplazados hacia la pobreza o la dependencia laboral.

Sin base económica, la participación política se volvía una quimera para estos grupos, pues las leyes exigían poseer propiedades para tener derechos ciudadanos. Este círculo vicioso —sin tierra no hay voto, sin voto no hay influencia para cambiar las leyes— consolidó un sistema donde las elites podían reproducir su poder generación tras generación, sin temor a desafíos desde abajo.

En las ciudades, la situación no era muy diferente. Los artesanos y obreros, aunque comenzaban a organizarse en mutuales y sociedades de resistencia, enfrentaban la represión estatal y la indiferencia de las autoridades cuando reclamaban mejoras laborales o derechos políticos. La economía argentina, en plena transición hacia un modelo agroexportador, priorizaba los intereses de los grandes terratenientes y comerciantes vinculados al mercado internacional, dejando poco espacio para las demandas de los trabajadores locales.

La falta de industrialización agravaba el problema, al limitar las oportunidades de movilidad social para los sectores urbanos pobres. Así, tanto en el campo como en la ciudad, la exclusión económica y política se reforzaban mutuamente, creando una sociedad profundamente segmentada donde el acceso al poder estaba reservado para quienes ya poseían riqueza o influencia. Este modelo, aunque exitoso en términos de acumulación capitalista para las elites, sembró las semillas de la inestabilidad social que caracterizaría al país en décadas posteriores.

Reflexiones Finales: La Exclusión como Problema No Resuelto

Al recorrer la historia argentina de principios del siglo XIX, queda claro que la exclusión de los sectores populares del poder político no fue un accidente, sino el resultado de un sistema diseñado para preservar privilegios. Desde las estructuras coloniales hasta las repúblicas independientes, las formas cambiaron, pero el fondo se mantuvo: la decisión de quiénes podían participar en la vida pública siempre estuvo condicionada por factores de clase, raza y educación. Sin embargo, sería un error ver a los grupos marginados como meras víctimas pasivas. Su resistencia tomó múltiples formas, desde rebeliones armadas hasta la preservación de culturas alternativas, y sentó las bases para las luchas por inclusión que vendrían después.

Hoy, cuando Argentina se enfrenta a desafíos como la pobreza estructural y la concentración de poder, estos antecedentes históricos ofrecen claves para entender por qué ciertas desigualdades persisten. La democracia moderna, aunque más inclusiva en teoría, aún carga con lastres de un pasado donde la ciudadanía plena era un lujo reservado para pocos.

Reconocer esta continuidad es el primer paso para construir una política verdaderamente representativa, donde las mayorías no solo sean convocadas en elecciones, sino que tengan voz real en el destino del país. La lección del 1800 es que sin justicia social, no hay estabilidad política duradera, y que ningún proyecto nacional puede prosperar si deja a las mayorías fuera de sus beneficios.

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