La Restauración Borbónica (1874-1931): Entre el Turnismo y la Crisis del Sistema

Publicado el 4 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Introducción: El Régimen de la Restauración y sus Fundamentos Políticos

El periodo conocido como Restauración Borbónica, iniciado con el pronunciamiento del general Martínez Campos en diciembre de 1874 que devolvió el trono a Alfonso XII, representa uno de los sistemas políticos más longevos y estables de la España contemporánea, pero también uno de los más criticados por sus limitaciones democráticas. El artífice intelectual del nuevo régimen fue Antonio Cánovas del Castillo, conservador pragmático que diseñó un sistema basado en tres pilares fundamentales: la monarquía constitucional como símbolo de unidad nacional, la alternancia pactada entre dos grandes partidos (el Conservador de Cánovas y el Liberal de Sagasta), y una Constitución moderada (1876) que permitía ciertas libertades formales pero reservaba el poder real a las elites tradicionales. Este modelo, inspirado en el parlamentarismo británico pero adaptado a las peculiaridades españolas, buscaba superar el caos del Sexenio Democrático (1868-1874) -que había incluido una revolución, un rey extranjero (Amadeo I) y la Primera República- mediante un retorno controlado al orden social tradicional. La Constitución de 1876, mucho más flexible que la de 1869, establecía soberanía compartida entre Cortes y Rey, sufragio censitario (aunque Sagasta implantaría el universal masculino en 1890), y una declaración de derechos sujeta a leyes posteriores que los limitaban en la práctica.

El sistema funcionó mediante el llamado “turnismo pacífico”, un mecanismo por el cual conservadores y liberales se alternaban en el poder mediante elecciones amañadas a través del caciquismo local, especialmente en las zonas rurales donde los caciques -notables locales con influencia política y económica- controlaban los resultados electorales mediante el pucherazo (fraude electoral) y la manipulación del censo. Este artificio político, aunque garantizaba estabilidad, generaba un parlamentarismo ficticio donde las decisiones importantes se tomaban fuera del hemiciclo, en los despachos de los líderes partidarios o en el Palacio Real. Socialmente, la Restauración consolidó el dominio de la burguesía terrateniente y financiera aliada con la antigua aristocracia, marginando a las clases populares urbanas y rurales cuyas demandas de reforma social (mejores salarios, reducción de la jornada laboral, derecho a huelga) eran sistemáticamente ignoradas o reprimidas. A pesar de estas limitaciones, el periodo 1875-1898 coincidió con una fase de modernización económica (ferrocarriles, industria textil catalana, minería vasca) y cierta expansión educativa, aunque España seguía muy rezagada respecto a otras potencias europeas en industrialización y alfabetización.

1. La Estabilidad Aparente: Cánovas, Sagasta y el Turnismo (1875-1898)

Los primeros veintitrés años de la Restauración, bajo los reinados de Alfonso XII (1875-1885) y la regencia de María Cristina (1885-1902), representaron la fase más estable del sistema canovista, con una alternancia ritual entre conservadores y liberales que evitó pronunciamientos militares y revoluciones populares. Cánovas del Castillo, como máximo ideólogo del régimen, ejerció una influencia dominante incluso durante los gobiernos liberales de Práxedes Mateo Sagasta, con quien mantenía un entendimiento tácito para preservar el statu quo. El Partido Conservador representaba los intereses de la aristocracia terrateniente, la alta burguesía y la jerarquía católica, defendiendo el orden social tradicional y un centralismo administrativo. Por su parte, el Partido Liberal Fusionista de Sagasta agrupaba a sectores más progresistas de la burguesía urbana, intelectuales krausistas y algunos industriales, impulsando reformas como la abolición de la esclavitud en Cuba (1880), la ley de asociaciones (1887) o la implantación del sufragio universal masculino (1890), aunque siempre dentro de límites que no cuestionaran los fundamentos del sistema.

Esta estabilidad relativa se apoyaba en una red de caciques locales -grandes propietarios, abogados influyentes o comerciantes ricos- que controlaban los distritos electorales mediante el “encasillado” (asignación previa de escaños entre los partidos) y diversos mecanismos de fraude electoral: desde la compra directa de votos hasta la manipulación del censo, el robo de urnas o la coacción violenta. En las zonas rurales de Andalucía, Castilla o Galicia, donde el analfabetismo superaba el 70%, este sistema funcionó con especial eficacia, mientras en las ciudades industriales (Barcelona, Bilbao, Madrid) comenzaban a surgir movimientos de oposición obrera y republicana. La Iglesia Católica, recuperando influencia tras el anticlericalismo del Sexenio, actuó como pilar ideológico del régimen a través de su control sobre la educación y su alianza con las clases dirigentes. Sin embargo, hacia finales de siglo, las grietas en el sistema se hacían evidentes: el movimiento obrero (anarquista en Cataluña y Andalucía, socialista en Madrid y el norte) ganaba fuerza; los nacionalismos periféricos (catalán y vasco) emergían como desafíos al centralismo; y la corrupción política (como el escándalo de la construcción del ferrocarril por la compañía de Antonio López) minaba la credibilidad del turnismo.

2. El Desastre del 98 y la Crisis de Fin de Siglo (1898-1909)

La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898 y la consiguiente pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas marcaron un punto de inflexión en la historia de la Restauración, exponiendo las debilidades estructurales del sistema y generando una profunda crisis de identidad nacional. El conflicto, iniciado tras la explosión del Maine en La Habana (15 febrero 1898), demostró la incapacidad militar de España frente a la emergente potencia norteamericana: en apenas cuatro meses, las escuadras españolas fueron aniquiladas en Cavite (Filipinas) y Santiago de Cuba, mientras las tropas coloniales -diezmadas por enfermedades y falta de suministros- capitulaban ante el avance estadounidense. El Tratado de París (10 diciembre 1898) sancionó la pérdida de los últimos restos del imperio español en América y Asia (excepto Guinea y Sáhara), con un costo humano de unos 60,000 españoles muertos, principalmente por enfermedades tropicales. El “Desastre del 98”, como pronto se le denominó, tuvo repercusiones que trascendieron lo militar: económicamente, privó a España de mercados privilegiados y generó el retorno de miles de “antillanos” arruinados; políticamente, desacreditó a la clase dirigente y al sistema turnista; culturalmente, generó un intenso debate sobre la “decadencia española” que alimentó la Generación del 98 (Unamuno, Machado, Baroja) y movimientos regeneracionistas como el de Joaquín Costa, quien clamó por “escuela y despensa” como remedios a los males nacionales.

La respuesta del sistema fue una combinación de represión y reformas cosméticas que no abordaban los problemas de fondo. El gobierno conservador de Francisco Silvela (1899-1900) intentó algunas medidas regeneracionistas (reforma administrativa, modernización fiscal) pero chocó con la oposición de los intereses caciquiles. La vuelta al poder de los liberales en 1901 bajo Eugenio Montero Ríos tampoco trajo cambios sustanciales, aunque se aprobaron leyes sociales avanzadas para la época (descanso dominical, regulación del trabajo femenino e infantil). Mientras tanto, el malestar social crecía: en Barcelona, el aumento de precios por la guerra generó motines populares (febrero 1899); en el campo andaluz, las protestas por el paro y el hambre llevaron a la brutal represión de la “Mano Negra”; y en el País Vasco y Cataluña, los nacionalismos ganaban apoyo entre la burguesía industrial descontenta con el centralismo madrileño. La situación culminó en la Semana Trágica de Barcelona (julio 1909), cuando la movilización de reservistas para la guerra de Marruecos desencadenó una insurrección popular con quema de conventos y barricadas, sofocada sangrientamente por el ejército. La ejecución del pedagogo anarquista Francisco Ferrer i Guardia, acusado sin pruebas de instigar la revuelta, provocó protestas internacionales y mostró la incapacidad del sistema para integrar las demandas populares.

3. La Agonía del Sistema (1910-1923): Crisis Parlamentaria y Ascenso del Militarismo

Los últimos años de la Restauración, desde 1910 hasta el golpe de Primo de Rivera en 1923, estuvieron marcados por la creciente fragmentación política, el auge de los conflictos sociales y la intervención cada vez más abierta del ejército en la vida pública. El turnismo tradicional se resquebrajaba: los partidos dinásticos se dividían en facciones personalistas (conservadores de Maura, Dato o La Cierva; liberales de Romanones, García Prieto o Canalejas), mientras fuerzas ajenas al sistema (republicanos, socialistas, nacionalistas catalanes) ganaban representación en las Cortes, especialmente en las áreas urbanas donde el caciquismo tenía menos control. El asesinato de José Canalejas (1912), quizás el último estadista con visión reformista del liberalismo dinástico, privó al sistema de un líder capaz de renovarlo desde dentro. La Primera Guerra Mundial (1914-1918), durante la cual España se mantuvo neutral, generó una coyuntura económica ambivalente: mientras la industria vasca y catalana se enriquecía con las exportaciones a los beligerantes, la inflación galopante (especialmente en alimentos básicos) empobrecía a las clases trabajadoras, alimentando el radicalismo sindical.

La crisis social alcanzó su punto álgido en el “Trienio Bolchevique” (1918-1921), cuando huelgas generales, ocupaciones de tierras en Andalucía y atentados anarquistas pusieron al país al borde de la revolución. En Barcelona, los enfrentamientos entre sindicalistas y pistoleros a sueldo de la patronal (los “Sindicatos Libres”) crearon un clima de violencia callejera que dejó cientos de muertos, incluido el presidente del gobierno Eduardo Dato (asesinado en 1921). Simultáneamente, la guerra de Marruecos se convirtió en un pozo sin fondo de hombres y recursos: el desastre de Annual (julio 1921), donde murieron unos 10,000 soldados españoles en una emboscada de las tribus rifeñas, desató una tormenta política que culminó en el “Expediente Picasso” -investigación parlamentaria sobre responsabilidades militares- y minó definitivamente la credibilidad de los gobiernos civiles. Ante esta situación de caos aparente, con un rey (Alfonso XIII) cada vez más desprestigiado por su implicación en escándalos y su apoyo a los militares africanistas, el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923 fue recibido con sorprendente indiferencia por una población cansada del turnismo corrupto. La dictadura primorriverista (1923-1930), inicialmente concebida como solución temporal, sería en realidad el prólogo de la caída final de la monarquía y la llegada de la Segunda República en 1931.

4. La Dictadura de Primo de Rivera y el Hundimiento de la Monarquía (1923-1931)

El golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923 inauguró un periodo de dictadura militar que, aunque inicialmente contó con amplio apoyo social y el beneplácito del rey Alfonso XIII, terminaría por acelerar la caída de la monarquía borbónica. Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, justificó su pronunciamiento como “cirugía de urgencia” para salvar a España del caos político, la violencia social y el “descrédito del sistema parlamentario”, estableciendo un Directorio Militar que suspendió la Constitución, disolvió las Cortes y prohibió los partidos políticos. La dictadura combinó elementos regeneracionistas -como el impulso a obras públicas (carreteras, pantanos, ferrocarriles) mediante el monopolio de la CAMPSA- con un nacionalismo español exacerbado que persiguió sin contemplaciones a los separatismos catalán y vasco, prohibiendo el uso público de sus lenguas. En el ámbito social, el régimen promovió un corporativismo inspirado en el fascismo italiano, creando la Organización Corporativa Nacional que pretendía mediar entre patronos y obreros, aunque en la práctica favoreció sistemáticamente a los primeros reprimiendo las huelgas.

El éxito más notable de Primo de Rivera fue la solución temporal al problema marroquí: la colaboración con Francia permitió el desembarco de Alhucemas (1925) y la derrota del líder rifeño Abd el-Krim, pacificando finalmente el Protectorado después de quince años de guerra intermitente. Sin embargo, hacia 1927 el régimen mostraba claros signos de agotamiento: la falta de apoyo intelectual (la mayoría de los intelectuales, desde Unamuno hasta Ortega y Gasset, se volvieron críticos), el malestar en el ejército por los ascensos favoritistas, y la crisis económica derivada del crack de 1929, que golpeó duramente a una España ya de por sí atrasada industrialmente. El intento de institucionalizar la dictadura mediante la creación de una Asamblea Nacional Consultiva (1927) y un partido único (Unión Patriótica) fracasó por falta de base social genuina. Finalmente, abandonado por los militares y el propio rey, Primo de Rivera presentó su dimisión en enero de 1930 y partió al exilio en París, donde moriría pocas semanas después.

El periodo 1930-1931, conocido como “Dictablanda” del general Berenguer, fue un intento fallido de retorno al sistema constitucional anterior a 1923 que solo consiguió acelerar la descomposición del régimen monárquico. Alfonso XIII, profundamente desprestigiado por su apoyo a la dictadura, intentó lavar su imagen convocando elecciones municipales para abril de 1931, pero los resultados -con triunfo republicano en todas las grandes ciudades- demostraron el clamor popular por un cambio de régimen. Ante la imposibilidad de contener la marea revolucionaria y el abandono de los mandos militares, el rey abandonó España el 14 de abril sin abdicar formalmente, permitiendo el establecimiento pacífico de la Segunda República Española. El Comité Revolucionario, presidido por Niceto Alcalá-Zamora, se convirtió en gobierno provisional y convocó elecciones constituyentes que dieron inicio a uno de los periodos más convulsos y transformadores de la historia contemporánea española.

5. Balance y Legado de la Restauración Borbónica

El periodo de la Restauración (1874-1931) dejó un legado profundamente ambivalente en la historia española, con logros innegables en estabilidad política y modernización material, pero también con graves carencias democráticas y sociales que terminarían por hundir el sistema. Entre sus aspectos positivos destacan la prolongada paz interior después de un siglo marcado por guerras civiles y pronunciamientos, el desarrollo de infraestructuras básicas (ferrocarriles, puertos, telégrafos) que integraron el mercado nacional, y cierta expansión educativa (aunque la tasa de analfabetismo seguía siendo del 44% en 1930). Económicamente, España experimentó su primera industrialización significativa en Cataluña (textil) y el País Vasco (siderurgia), mientras la agricultura comenzaba un lento proceso de modernización. Culturalmente, fue una época de esplendor creativo -la Generación del 98, el Modernismo catalán, la Residencia de Estudiantes- aunque frecuentemente en tensión con el oficialismo del régimen.

Sin embargo, los defectos del sistema fueron fatales: el caciquismo y el fraude electoral vaciaron de contenido al parlamentarismo; la exclusión de las clases populares y los nacionalismos periféricos generó tensiones revolucionarias; y la incapacidad para integrar nuevas ideologías (socialismo, republicanismo, anarquismo) dejó al país sin mecanismos pacíficos de renovación política. La pérdida de las colonias en 1898 y el desastre de Annual en 1921 mostraron las limitaciones de un ejército mal preparado pero políticamente influyente. Socialmente, las desigualdades entre una oligarquía enriquecida y unas masas campesinas e industriales miserables eran abismales, especialmente en Andalucía y Extremadura. Cuando la dictadura de Primo de Rivera intentó aplicar desde arriba las reformas que el sistema turnista había sido incapaz de implementar, ya era demasiado tarde: la monarquía de Alfonso XIII quedó irremediablemente asociada al fracaso del régimen, abriendo paso a la esperanza republicana en 1931. El estudio de este largo periodo sigue siendo esencial para entender las raíces de muchos problemas contemporáneos de España, desde el centralismo autonómico hasta las tensiones entre tradición y modernidad que recorren su historia reciente.

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