La Segunda República Española (1931-1936): Reformismo, Conflictos y Camino hacia la Guerra Civil

Publicado el 5 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Introducción: El Advenimiento de la República y las Esperanzas de Cambio

La proclamación de la Segunda República Española el 14 de abril de 1931 marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea de España, encarnando las aspiraciones democráticas y modernizadoras de amplios sectores sociales tras el fracaso de la monarquía alfonsina. El entusiasmo popular que acompañó la llegada del nuevo régimen -evidente en las multitudinarias celebraciones callejeras en Madrid, Barcelona y otras ciudades- reflejaba el cansancio acumulado hacia un sistema caciquil y corrupto, así como la esperanza en profundas reformas que sacaran al país de su atraso secular. El gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá-Zamora y formado por una coalición heterogénea de republicanos de izquierda y derecha, socialistas y nacionalistas catalanes, afrontó inmediatamente desafíos monumentales: redactar una constitución democrática, modernizar unas estructuras estatales anquilosadas, abordar la cuestión agraria y resolver las demandas autonomistas de Cataluña y el País Vasco. Las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931 dieron una amplia mayoría a la conjunción republicano-socialista (117 escaños socialistas frente a 89 de la derecha), reflejando el giro a la izquierda del electorado urbano aunque con importantes resistencias en las zonas rurales más conservadoras.

La Constitución de 1931, aprobada en diciembre tras intensos debates, estableció un marco jurídico avanzado para su época: sufragio universal (incluyendo por primera vez el voto femenino), amplia declaración de derechos sociales y laborales, autonomías regionales, separación Iglesia-Estado, y laicismo educativo. Sin embargo, estos avances generaron inmediata oposición entre los sectores más conservadores de la sociedad española, especialmente la Iglesia Católica (que vio amenazados sus privilegios educativos y económicos) y los terratenientes del sur (aterrorizados por las primeras medidas de reforma agraria). La quema de conventos en mayo de 1931 -espontánea en algunos casos, instigada en otros- mostró la tensión latente entre el anticlericalismo popular y el catolicismo tradicional, un conflicto que se agravaría en los años siguientes. Los primeros gobiernos republicanos, liderados sucesivamente por Manuel Azaña y Alejandro Lerroux, intentaron navegar entre estas presiones contradictorias mientras implementaban reformas ambiciosas en el ejército (Ley Azaña de retiros), educación (construcción de 7,000 escuelas) y relaciones laborales (Ley de Términos Municipales). Pero el margen para el consenso era escaso en una sociedad cada vez más polarizada entre quienes veían la República como oportunidad para la justicia social y quienes la consideraban una amenaza revolucionaria.

1. El Bienio Reformista (1931-1933): Transformaciones y Resistencia

El periodo comprendido entre 1931 y 1933, conocido como Bienio Reformista o Social-Azañista, representó el intento más serio de modernizar las estructuras socioeconómicas de España mediante reformas legislativas profundas. Manuel Azaña, primero como ministro de Guerra y luego como presidente del Gobierno, emergió como figura central de este proyecto reformista que buscaba secularizar el Estado, profesionalizar el ejército y reducir el poder de las órdenes religiosas en la educación. La Ley de Congregaciones Religiosas (1933) prohibió a la Iglesia ejercer la enseñanza, medida que aunque justificada por el laicismo constitucional, generó enorme resistencia entre los católicos practicantes y fue explotada políticamente por la derecha. Simultáneamente, la reforma militar de Azaña -que ofrecía retiros anticipados con sueldo completo para reducir el exceso de oficiales- pretendía modernizar unas fuerzas armadas ancladas en el siglo XIX, pero alienó a muchos mandos que se sintieron agraviados.

La cuestión agraria fue otro frente crucial donde el gobierno intentó abordar el latifundismo del sur mediante la Ley de Reforma Agraria (septiembre 1932), que preveía la expropiación con indemnización de tierras mal cultivadas o arrendadas para su redistribución entre campesinos sin tierra. Sin embargo, la lentitud burocrática, la falta de financiación adecuada y la resistencia de los propietarios limitaron enormemente su impacto: hasta 1934 solo se habían asentado unos 12,000 campesinos de los 60,000 previstos inicialmente. En Cataluña, el Estatuto de Autonomía (aprobado en septiembre 1932 tras arduas negociaciones) estableció la Generalitat como gobierno autónomo, marcando un precedente que el País Vasco y Galicia intentarían seguir. Estas reformas, aunque necesarias desde una perspectiva democrática y modernizadora, se implementaron en un contexto de crisis económica mundial (el crack del 29 afectó a España aunque en menor medida que a otros países) y creciente conflictividad social: la CNT anarquista, opuesta al “reformismo burgués” republicano, promovió insurrecciones como la de Casas Viejas (enero 1933), brutalmente reprimida y convertida en símbolo del descontento popular.

El desgaste acumulado por estos conflictos, unido al voto femenino (mayoritariamente conservador en su estreno electoral) y la fragmentación de la izquierda, llevaron a la derrota de los republicano-socialistas en las elecciones de noviembre 1933, dando paso al controvertido Bienio Radical-Cedista. El balance del primer bienio fue paradójico: aunque se sentaron bases jurídicas para una España democrática y moderna, el ritmo de las reformas no satisfizo a las clases populares mientras alarmaba excesivamente a las elites tradicionales, creando las condiciones para una peligrosa polarización.

2. El Bienio Conservador (1933-1936): La Revolución de Octubre y el Frente Popular

La victoria electoral de la derecha en noviembre 1933 -con la CEDA de Gil Robles como fuerza más votada y el Partido Radical de Lerroux como bisagra parlamentaria- inauguró un periodo de freno a las reformas del primer bienio que culminaría en la insurrección obrera de octubre 1934. El nuevo gobierno, presidido inicialmente por el centrista Lerroux pero cada vez más influenciado por la CEDA, inició una política de “rectificación” que incluía paralizar la reforma agraria, amnistiar a los participantes en el fallido golpe de Sanjurjo (1932) y modificar la legislación laboral en favor de los patronos. Esta contrarreforma alcanzó su punto más polémico con la Ley de Amnistía para los implicados en la Sanjurjada y la devolución de tierras expropiadas a la nobleza latifundista, medidas interpretadas por la izquierda como una vuelta al antiguo régimen. La entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno en octubre 1934 fue el detonante que llevó a los socialistas (cada vez más radicalizados bajo el liderazgo de Largo Caballero), anarquistas y nacionalistas catalanes a convocar una huelga general revolucionaria que en Asturias se convirtió en auténtica insurrección armada.

La Revolución de Octubre de 1934, particularmente intensa en Asturias donde los mineros organizaron una comuna revolucionaria durante quince días, fue sofocada con extrema dureza por el gobierno mediante el envío de la Legión y los Regulares al mando del general Franco. La represión posterior -entre 1,000 y 2,000 muertos, 30,000 prisioneros y torturas sistemáticas- dejó una huella traumática en el movimiento obrero y reforzó la narrativa de “dos Españas” irreconciliables. En Cataluña, el presidente Companys proclamó el “Estado Catalán dentro de la República Federal Española”, gesto simbólico rápidamente neutralizado por el ejército que bombardeó el Palacio de la Generalitat. El escándalo del estraperlo (un caso de corrupción que implicaba a altos cargos radicales) terminó por desprestigiar al gobierno, llevando a la convocatoria de nuevas elecciones en febrero 1936 en un clima de extrema polarización.

La formación del Frente Popular (coalición de izquierdas que incluía desde republicanos moderados hasta comunistas) y su victoria electoral estrecha pero suficiente (4,7 millones de votos frente a 4,3 de la derecha) en febrero de 1936 reabrió las esperanzas reformistas pero también aceleró la conspiración militar que llevaría a la Guerra Civil. El nuevo gobierno de Azaña, y luego de Casares Quiroga, intentó retomar las reformas interrumpidas (amnistía para los presos de octubre, aceleración de la reforma agraria), pero la situación escapaba ya a cualquier control institucional: la Falange y las Juventudes de Acción Popular multiplicaban sus actos de violencia callejera, las ocupaciones de tierras se generalizaban en el sur, y sectores del ejército conspiraban abiertamente con el apoyo de monárquicos y carlistas. El asesinato del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo por pistoleros de extrema derecha (12 julio 1936) y la posterior ejecución del líder monárquico José Calvo Sotelo como represalia (13 julio) fueron el preludio inmediato del alzamiento militar del 18 de julio que daría inicio a tres años de guerra fratricida.

3. Cultura y Sociedad durante la República: Entre la Edad de Plata y la Polarización

El breve periodo republicano coincidió con una extraordinaria eclosión cultural conocida como la Edad de Plata de la cultura española, aunque esta convivió con una creciente radicalización política que terminaría por imponerse. La libertad de expresión y el impulso educativo republicano permitieron el florecimiento de iniciativas como las Misiones Pedagógicas (que llevaban teatro, cine y bibliotecas a los pueblos más remotos), la Residencia de Estudiantes (centro de creación donde coincidieron Lorca, Dalí, Buñuel y muchos otros), o proyectos editoriales innovadores como la Revista de Occidente de Ortega y Gasset. La Generación del 27 (Lorca, Alberti, Cernuda) alcanzó su madurez creativa, mientras en las artes plásticas movimientos como el surrealismo (Dalí, Miró) o el racionalismo arquitectónico (GATEPAC) conectaban España con las vanguardias europeas. Las mujeres accedieron a espacios públicos impensables pocos años antes: desde las primeras diputadas (Clara Campoamor, Victoria Kent) hasta intelectuales como María Zambrano o Maruja Mallo, aunque la igualdad legal chocaba aún con arraigados prejuicios sociales.

Sin embargo, esta efervescencia cultural no pudo escapar a la creciente polarización ideológica. Universidades y ateneos se dividieron entre “fascistas” y “rojos”, los debates intelectuales se politizaron extremadamente (como muestra la famosa polémica Unamuno-Ortega), y muchos creadores tomaron abierto partido: mientras Lorca o Alberti se identificaban con la izquierda, escritores como Pemán o Foxá lo hacían con la derecha tradicionalista. La Iglesia, por su parte, promovió una cultura católica alternativa a través de editoriales, cineclub y organizaciones como la Asociación Católica de Propagandistas. Esta división se reflejó incluso en el deporte: el FC Barcelona se asoció al catalanismo progresista mientras el Real Madrid era visto como símbolo del centralismo. Cuando estalló la guerra en julio de 1936, muchos de estos intelectuales y artistas (desde Machado a Picasso) se convertirían en activos militantes de uno u otro bando, mientras otros (como Ortega) optarían por el exilio interior o exterior. La República, que había encarnado las esperanzas de modernización cultural y educativa, terminó devorada por los conflictos que ella misma había ayudado a desatar al cuestionar los fundamentos del viejo orden social. Su legado, sin embargo, trascendería la derrota militar de 1939 para convertirse en referente de la democracia española actual.

4. La Revolución Social y las Tensiones Internas en la Zona Republicana (1936-1939)

El estallido de la Guerra Civil en julio de 1936 transformó radicalmente la naturaleza del régimen republicano, dando paso a un complejo proceso revolucionario que varió sustancialmente según las regiones bajo control gubernamental. En Cataluña, Aragón y zonas de Andalucía y Levante, el fracaso parcial del golpe militar desencadenó una auténtica revolución social protagonizada principalmente por la CNT-FAI anarquista y el POUM marxista, que colectivizaron fábricas, establecieron comités obreros como órganos de poder paralelo e implementaron modelos de autogestión agraria. Barcelona se convirtió en el epicentro de este experimento revolucionario: las grandes empresas fueron incautadas por sus trabajadores, las iglesias quemadas o reconvertidas en almacenes, y las calles llenas de carteles propagandísticos que proclamaban el fin del capitalismo. El historiador británico George Orwell, que llegó como voluntario a finales de 1936, dejó en Homenaje a Cataluña un testimonio fascinante de este ambiente utópico donde “la clase trabajadora estaba en el sillón de mando”. Sin embargo, estas transformaciones radicales generaron inmediatas tensiones con el gobierno republicano, que aunque perdió el control inicial sobre amplias zonas, intentaba mantener una imagen de legalidad constitucional para conseguir apoyo internacional.

El gobierno de Largo Caballero (septiembre 1936 – mayo 1937) intentó sin éxito conciliar estas fuerzas revolucionarias con la necesidad de reconstruir un Estado eficaz para ganar la guerra. La militarización de las milicias populares, la creación del Ejército Popular y los intentos de restablecer el orden público chocaron con la resistencia de los comités anarquistas y poumistas, que veían en estas medidas una traición a los ideales revolucionarios. El enfrentamiento culminó en las Jornadas de Mayo de 1937 en Barcelona, cuando choques armados entre anarquistas/POUM por un lado y comunistas/guardias de asalto por el otro dejaron cientos de muertos en las calles. La crisis permitió a Negrín sustituir a Largo Caballero e iniciar una política de recentralización que incluía la disolución del POUM (acusado de trotskismo) y el fin de muchas colectivizaciones, priorizando la eficacia militar sobre los ideales revolucionarios. Esta “contrarrevolución dentro de la revolución”, apoyada por el PCE y los socialistas moderados, generó profundas divisiones en el bando republicano que minaron su cohesión en los momentos decisivos de la guerra. A nivel internacional, la política de no intervención perjudicó gravemente a la República, que solo recibió ayuda significativa de la URSS (a cambio del oro del Banco de España) mientras los sublevados obtenían masivo apoyo de Alemania e Italia.

5. El Ocaso de la República y el Exilio (1938-1939)

Los últimos meses de la República estuvieron marcados por la progresiva pérdida de territorio ante el avance de las tropas franquistas, la desmoralización generalizada y el aislamiento internacional. La batalla del Ebro (julio-noviembre 1938), donde el Ejército Popular lanzó su última gran ofensiva, terminó en desastre estratégico con más de 30,000 bajas republicanas y el agotamiento definitivo de sus fuerzas. Cuando las tropas de Franco alcanzaron la frontera francesa en febrero de 1939, cortando en dos la zona republicana, el presidente Negrín intentó una resistencia desesperada con el lema “resistir es vencer”, esperando que el inminente conflicto europeo obligara a las democracias a apoyar a la República. Sin embargo, el golpe del coronel Casado en Madrid (marzo 1939), que pretendía negociar una paz honrosa con Franco, desarticuló los últimos restos del Estado republicano y facilitó la entrada triunfal de las tropas nacionales en la capital el 28 de marzo. El 1 de abril de 1939, Franco firmaba el último parte de guerra declarando la victoria, mientras medio millón de republicanos cruzaban los Pirineos hacia un exilio que para muchos sería definitivo.

El exilio republicano dispersó a intelectuales, artistas, políticos y ciudadanos comunes por Francia, México, la URSS y otros países, creando una “España peregrina” que mantendría viva la memoria de la República durante décadas. México de Lázaro Cárdenas acogió generosamente a unos 25,000 exiliados, incluidos numerosos intelectuales y el propio presidente Negrín, mientras la URSS recibió a los “niños de la guerra” y cuadros comunistas. En Francia, los refugiados fueron inicialmente internados en campos de concentración como Argelès-sur-Mer en condiciones infrahumanas, aunque muchos se integrarían posteriormente en la Resistencia contra los nazis. La diáspora republicana enriqueció culturalmente a sus países de acogida (especialmente México) mientras sufría la nostalgia y las divisiones internas entre las distintas facciones. Aunque la República fue derrotada militarmente, su legado como primer experimento democrático moderno en España resurgiría tras la muerte de Franco, inspirando valores constitucionales clave de la Transición. La memoria de aquellos años de esperanza y tragedia sigue hoy viva en el debate histórico y político español.

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