El auge del populismo en el siglo XXI: causas, manifestaciones y desafíos globales

Publicado el 14 abril, 2025 por Rodrigo Ricardo

Introducción: el resurgimiento global del fenómeno populista

En las últimas dos décadas, el populismo ha experimentado un crecimiento sin precedentes en diversas regiones del mundo, desde Europa y América hasta Asia y África. Este resurgimiento no puede entenderse como un fenómeno aislado, sino como el resultado de una convergencia de factores económicos, sociales y políticos que han creado un terreno fértil para líderes y movimientos que se presentan como la voz de “la gente común” contra las élites establecidas. La crisis financiera de 2008 marcó un punto de inflexión en este proceso, al exponer las vulnerabilidades del sistema económico global y generar un profundo descontento hacia las clases políticas tradicionales, percibidas como cómplices o incapaces de prevenir el colapso. En países como Grecia y España, partidos como Syriza y Podemos capitalizaron este malestar con discursos que combinaban críticas a la austeridad con promesas de democratización radical. Simultáneamente, en Estados Unidos, el ascenso de Donald Trump reflejó una dinámica similar, aunque con un enfoque nacionalista y antiinmigrante que contrastaba con el progresismo de sus contrapartes europeas.

Este auge del populismo también ha estado ligado a transformaciones tecnológicas y culturales profundas. Las redes sociales han permitido a figuras políticas marginales comunicarse directamente con amplios sectores de la población, evitando los filtros de los medios tradicionales y construyendo narrativas emocionales que resuenan en contextos de incertidumbre. Plataformas como Twitter y Facebook han demostrado ser herramientas particularmente efectivas para líderes populistas, que utilizan un lenguaje directo, polémico y frecuentemente confrontacional para movilizar a sus bases. Al mismo tiempo, fenómenos como la posverdad y la viralización de teorías conspirativas han erosionado la autoridad de expertos e instituciones, creando un ambiente donde los hechos objetivos pierden relevancia frente a las emociones y las identidades tribales. Esta dinámica se ha visto exacerbada por la pandemia de COVID-19, que no solo profundizó las desigualdades económicas, sino que también generó nuevas divisiones sociales alrededor de temas como las restricciones sanitarias y las vacunas, terreno fértil para discursos antiélite.

Factores estructurales detrás del auge populista contemporáneo

El éxito actual del populismo puede atribuirse a tres grandes factores interrelacionados: económicos, culturales e institucionales. En el plano económico, la globalización y la automatización han generado ganadores y perdedores claros, con sectores enteros de la población experimentando estancamiento salarial, precarización laboral o desempleo estructural. Mientras las élites urbanas y educadas han aprovechado las oportunidades de una economía interconectada, muchas comunidades industriales y rurales han visto desaparecer sus fuentes de trabajo tradicionales sin alternativas claras. Este resentimiento económico ha sido capitalizado por líderes populistas de distintas tendencias, desde la izquierda que promete reindustrialización y proteccionismo, hasta la derecha que culpa a inmigrantes o acuerdos comerciales por la pérdida de empleos. En Estados Unidos, el llamado “cinturón de óxido” fue clave para la victoria de Trump en 2016, al igual que el declive industrial en el norte de Inglaterra alimentó el apoyo al Brexit, campaña que utilizó retórica abiertamente populista contra las élites de Bruselas.

En el ámbito cultural, el populismo ha florecido en medio de lo que algunos académicos llaman la “revolución de las expectativas frustradas”. Las promesas de movilidad social y reconocimiento identitario propias de las sociedades posmaterialistas han chocado con realidades de exclusión persistente para muchos grupos. Esto ha creado un caldo de cultivo para batallas culturales que los populistas explotan hábilmente, presentándose como defensores de identidades nacionales o de clases trabajadoras amenazadas por cambios acelerados. La inmigración masiva, los derechos LGBTQ+ y el feminismo se han convertido en campos de batalla donde la derecha populista construye narrativas de resistencia cultural, mientras la izquierda populista enfatiza luchas contra el racismo y la desigualdad de género. Estas divisiones se han vuelto particularmente agudas en Europa, donde partidos como el Rassemblement National en Francia o Alternative für Deutschland en Alemania han convertido el rechazo a la inmigración musulmana en su bandera central, aprovechando atentados terroristas y crisis de refugiados para consolidar su mensaje.

Manifestaciones regionales del populismo en el siglo XXI

El populismo contemporáneo adopta características distintas según las particularidades históricas y sociales de cada región. En Europa Occidental, ha tomado principalmente la forma de partidos de derecha radical que combinan euroescepticismo, nacionalismo étnico y rechazo a la inmigración. Figuras como Matteo Salvini en Italia y Geert Wilders en Países Bajos han normalizado discursos que hace dos décadas estaban confinados a los márgenes de la política, utilizando tácticas mediáticas agresivas y aprovechando crisis como la de los refugiados sirios en 2015. Sin embargo, también existen variantes de izquierda, como el mencionado Podemos en España o el Movimiento 5 Estrellas en Italia, que si bien comparten la retórica antiélite, difieren en su enfoque sobre temas económicos y sociales. Lo que une a estas expresiones diversas es su rechazo al “consenso pospolítico” que dominó Europa tras la Caída del Muro, caracterizado por tecnocracia neoliberal y pérdida de soberanía nacional frente a organismos supranacionales.

En contraste, el populismo en América Latina ha seguido una trayectoria diferente, con fuertes componentes de izquierda nacionalista y redistributiva. La llamada “marea rosa” de principios del siglo XXI, con líderes como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, implementó modelos de alto gasto social financiados por el boom de las materias primas. Sin embargo, cuando los precios de los commodities cayeron, muchos de estos gobiernos enfrentaron crisis económicas que dieron paso a una nueva ola de populismos de derecha, como los de Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina. Este péndulo entre izquierda y derecha refleja la inestabilidad crónica de la región y la persistente incapacidad de los sistemas políticos tradicionales para generar consensos duraderos. Mientras tanto, en Asia, figuras como Rodrigo Duterte en Filipinas y Narendra Modi en India han desarrollado variantes populistas donde se mezclan nacionalismo religioso, mano dura contra el crimen y culto personalista al líder, demostrando la flexibilidad adaptativa del fenómeno.

El impacto institucional: cómo el populismo transforma los sistemas políticos

La llegada al poder de movimientos populistas genera cambios profundos en la arquitectura institucional de los Estados democráticos. Uno de los primeros blancos de reforma suele ser el sistema judicial, donde los líderes populistas buscan remplazar jueces independientes por figuras afines que legitimen sus agendas. Este proceso se ha observado en Polonia con el partido Ley y Justicia, que desde 2015 ha implementado una serie de “reformas judiciales” que en la práctica eliminaron los controles al poder ejecutivo. Similarmente, en Turquía, Recep Tayyip Erdoğan ha transformado radicalmente el sistema judicial tras el fallido golpe de Estado de 2016, creando una estructura legal que hoy permite perseguir opositores bajo cargos de terrorismo. Estas transformaciones no ocurren de forma abrupta, sino mediante un proceso gradual que los académicos llaman “erosión democrática”, donde cada medida individual parece justificable, pero el efecto acumulativo es la concentración extrema de poder.

Los órganos electorales y los sistemas de representación política son otro objetivo clave. Los gobiernos populistas frecuentemente modifican las reglas electorales para dificultar la competencia política genuina, ya sea mediante gerrymandering (manipulación de distritos), cambios en los requisitos para partidos opositores o el control de los organismos que fiscalizan los comicios. En Hungría, Viktor Orbán ha rediseñado el sistema electoral al menos tres veces desde 2010, cada vez favoreciendo más a su partido Fidesz. Paralelamente, los populismos suelen debilitar o cooptar las instituciones de rendición de cuentas horizontal, como las contralorías, las defensorías del pueblo y los organismos anticorrupción. Este fenómeno es particularmente evidente en América Latina, donde presidentes como Nayib Bukele en El Salvador y Andrés Manuel López Obrador en México han atacado sistemáticamente a las instituciones autónomas, presentándolas como obstáculos para la “voluntad popular”. El resultado es un sistema institucional cada vez más frágil, donde el equilibrio de poderes queda subordinado al liderazgo personalista.

Medios de comunicación y populismo: una relación simbiótica

La relación entre los movimientos populistas y los medios de comunicación representa uno de los aspectos más paradójicos del fenómeno contemporáneo. Por un lado, los líderes populistas construyen su imagen como críticos feroces de los “medios tradicionales”, a los que acusan de ser parte del establishment corrupto. Por otro, dependen enormemente de la cobertura mediática para amplificar su mensaje y mantener su presencia constante en el debate público. Esta dinámica ha dado lugar a lo que algunos investigadores llaman “populismo mediático”, donde figuras políticas y ciertos conglomerados de medios establecen relaciones mutuamente beneficiosas basadas en la polarización. Fox News en Estados Unidos y RedeTV! en Brasil son ejemplos claros de cómo algunos medios se han convertido en plataformas permanentes para discursos populistas, mezclando información y opinión de manera indistinguible.

Las redes sociales han intensificado este fenómeno, permitiendo a los líderes populistas comunicarse directamente con sus bases sin intermediarios críticos. Donald Trump revolucionó el uso de Twitter como herramienta política, publicando declaraciones controvertidas que los medios tradicionales se veían obligados a cubrir, estableciendo así la agenda diaria. Jair Bolsonaro y Nayib Bukele han replicado esta estrategia con notable éxito, utilizando plataformas como Facebook e Instagram para difundir mensajes emotivos y simplificados que resuenan con públicos desencantados. Sin embargo, esta comunicación directa tiene un coste democrático: al evitar los filtros periodísticos, los populistas pueden difundir desinformación, ataques personales y teorías conspirativas sin contrapeso. La viralización de “fake news” durante campañas electorales -como ocurrió masivamente en las elecciones brasileñas de 2018 y 2022- muestra cómo el ecosistema digital actual favorece tácticas populistas que priorizan el impacto emocional sobre la veracidad.

Respuestas al populismo: estrategias fallidas y caminos alternativos

El desafío que plantea el populismo a las democracias liberales ha generado diversas respuestas, muchas de las cuales han demostrado ser contraproducentes. Una estrategia común -y fallida- ha sido la demonización total de los votantes populistas, tildándolos de ignorantes, racistas o autoritarios. Este enfoque no solo refuerza la narrativa populista de “élites desconectadas”, sino que profundiza la polarización social. En Francia, por ejemplo, la estigmatización de los votantes del Frente Nacional por parte de la clase política tradicional solo sirvió para consolidar su identidad como movimiento antisistema. Otra respuesta inefectiva ha sido la cooptación, donde partidos establecidos adoptan elementos del discurso populista para competir electoralmente. En Reino Unido, el Partido Conservador abrazó el Brexit para neutralizar el avance del UKIP, pero terminado acelerando la fragmentación política y social del país.

Frente a estos fracasos, algunas democracias han comenzado a explorar caminos alternativos más prometedores. Un enfoque clave es abordar las causas estructurales que alimentan el malestar populista: desigualdad económica, desindustrialización, corrupción sistémica y falta de movilidad social. Programas como el “New Deal” de Joe Biden en Estados Unidos o el plan de reconversión industrial de Alemania buscan responder a estas demandas materiales sin caer en el simplismo populista. Otra estrategia efectiva es la renovación de los sistemas de representación política mediante mecanismos como primarias abiertas, listas cremallera o circunscripciones más pequeñas, que pueden reducir el distanciamiento entre ciudadanos y representantes. Uruguay y Costa Rica destacan como casos donde estas reformas han ayudado a mantener altos niveles de confianza institucional. Finalmente, la protección y fortalecimiento del periodismo independiente y la educación cívica emergen como herramientas cruciales para contrarrestar la desinformación y reconstruir un espacio público basado en hechos verificables.

Conclusión: el populismo como síntoma de crisis democráticas más profundas

El auge global del populismo en el siglo XXI no puede entenderse simplemente como el resultado de hábiles manipuladores o masas irracionales, sino como el síntoma de fallas estructurales en el funcionamiento de las democracias contemporáneas. Cuando amplios sectores de la población perciben que el sistema político no responde a sus necesidades básicas, que las élites actúan con impunidad y que las instituciones son incapaces de garantizar justicia social, el atractivo de soluciones aparentemente simples e inmediatas crece inevitablemente. El desafío para las sociedades democráticas no es tanto “derrotar” al populismo -lo que suele llevar a su fortalecimiento- sino abordar las condiciones que lo hacen posible: desigualdad rampante, captura del Estado por intereses particulares y pérdida de sentido de comunidad política.

Experiencias recientes en países tan diversos como Portugal, donde una coalición de izquierda logró reducir el espacio para el populismo mediante políticas sociales inclusivas, o Corea del Sur, donde combaten la corrupción sistémica con tecnología y transparencia, sugieren que existen alternativas viables al ciclo populista. Sin embargo, estas requieren voluntad política, paciencia histórica y -sobre todo- la reconstrucción de pactos sociales que hoy parecen rotos. En un mundo de crisis climática, inteligencia artificial y transformaciones geopolíticas aceleradas, la pregunta central no es si el populismo continuará creciendo, sino si las democracias lograrán reinventarse para ofrecer respuestas a los desafíos del siglo XXI que sean a la vez efectivas y compatibles con sus valores fundamentales. La alternativa -como muestran cada vez más casos alrededor del mundo- es la normalización de un autoritarismo plebiscitario donde las elecciones siguen existiendo, pero la democracia pierde su alma.

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