Desarrollo Estabilizador y Crecimiento Industrial en México (1940–1970)
Los Cimientos del Desarrollo Estabilizador en el Contexto Postrevolucionario
El período comprendido entre 1940 y 1970 en México estuvo marcado por una estrategia económica conocida como Desarrollo Estabilizador, la cual buscaba modernizar la estructura productiva del país bajo un modelo de industrialización acelerada y estabilidad macroeconómica. Este enfoque surgió en un contexto donde la Revolución Mexicana había dejado un legado de transformaciones sociales y políticas, pero también una economía fragmentada y dependiente de la producción agrícola.
Durante las décadas previas, el gobierno había impulsado reformas agrarias y una incipiente industrialización, pero fue a partir de los años cuarenta cuando se consolidó un proyecto más estructurado, influenciado por las teorías económicas keynesianas y la sustitución de importaciones. El Estado mexicano, bajo la presidencia de Manuel Ávila Camacho (1940–1946), comenzó a alejarse de los conflictos armados y a enfocarse en la reconstrucción económica, estableciendo alianzas con el sector empresarial y reduciendo la confrontación con grupos conservadores.
La Segunda Guerra Mundial jugó un papel crucial en este proceso, ya que México se benefició de la demanda internacional de materias primas y de la disminución de las importaciones de bienes manufacturados, lo que incentivó la producción local. Además, el gobierno fortaleció su relación con Estados Unidos, no solo en términos comerciales, sino también en la recepción de inversiones y tecnología.
La creación de instituciones como Nacional Financiera (1934) y el Banco de México (1925) sentó las bases para un sistema financiero que pudiera respaldar el crecimiento industrial. Sin embargo, este modelo no estuvo exento de contradicciones, pues mientras promovía la industrialización, también mantenía una estructura agraria desigual, donde los campesinos seguían en condiciones de pobreza. Así, el Desarrollo Estabilizador se presentó como una solución para equilibrar el crecimiento económico con la estabilidad social, aunque con resultados dispares en el largo plazo.
La Industrialización como Motor del Crecimiento Económico
Durante las décadas de 1950 y 1960, México experimentó un auge industrial sin precedentes, impulsado por políticas proteccionistas y una fuerte inversión estatal en infraestructura. El gobierno, bajo las administraciones de Miguel Alemán Valdés (1946–1952) y Adolfo Ruiz Cortines (1952–1958), promovió la sustitución de importaciones mediante aranceles altos y subsidios a industrias clave, como la textil, la siderúrgica y la automotriz.
Empresas como Altos Hornos de México y Cemex se convirtieron en símbolos de este proceso, mientras que la expansión de la red carretera y ferroviaria facilitó la integración de los mercados regionales. La industrialización no solo transformó las ciudades—especialmente la Ciudad de México, Monterrey y Guadalajara—sino que también generó una migración masiva del campo a las urbes, modificando la estructura demográfica del país.
Sin embargo, este crecimiento no fue homogéneo. Mientras que las grandes empresas recibían créditos blandos y protección estatal, las pequeñas y medianas industrias enfrentaban obstáculos para competir. Además, la dependencia de tecnología extranjera limitó la capacidad innovadora de la industria mexicana, perpetuando un modelo de ensamblaje más que de desarrollo tecnológico autónomo.
A pesar de estos desafíos, el Producto Interno Bruto (PIB) creció a tasas promedio del 6% anual durante este período, una cifra que reflejaba el dinamismo económico pero que también ocultaba desigualdades profundas. La concentración de la riqueza en manos de unas cuantas familias—los llamados “grupos oligárquicos”—y la falta de redistribución efectiva del ingreso generaron tensiones sociales que eventualmente estallarían en movimientos sindicales y protestas campesinas. Así, mientras el milagro mexicano era celebrado internacionalmente, las contradicciones internas del modelo comenzaban a hacerse evidentes hacia finales de los años sesenta.
El Papel del Estado en la Consolidación del Modelo Económico
El Estado mexicano fungió como el principal arquitecto del Desarrollo Estabilizador, utilizando herramientas fiscales, monetarias y políticas para mantener un equilibrio aparente entre crecimiento y estabilidad. Durante el sexenio de Adolfo López Mateos (1958–1964), se profundizó la inversión en sectores estratégicos como el petróleo y la electricidad, con la nacionalización de la industria eléctrica y la expansión de Pemex.
Estas medidas buscaban reducir la dependencia del capital extranjero, aunque en la práctica, el endeudamiento externo aumentó para financiar proyectos de infraestructura. El gobierno también promovió una política salarial controlada, evitando alzas drásticas en los sueldos para mantener la competitividad industrial, lo que generó descontento entre los trabajadores urbanos.
Al mismo tiempo, el régimen priista—el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—utilizó el discurso del nacionalismo económico para legitimar su control político, presentándose como el garante del progreso y la estabilidad. Sin embargo, este sistema comenzó a mostrar fisuras hacia finales de los años sesenta, cuando el gasto público excesivo y la falta de reformas fiscales provocaron un aumento en la inflación y el déficit comercial.
La devaluación del peso en 1954 había sido un primer aviso de las vulnerabilidades del modelo, pero fue durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964–1970) cuando las tensiones se agudizaron, culminando en la crisis de 1968 y la masacre de Tlatelolco. Este evento marcó el inicio del fin del Desarrollo Estabilizador, pues evidenció que el crecimiento económico no había sido acompañado por una democratización real ni por una distribución justa de la riqueza. Para 1970, México enfrentaba una encrucijada: continuar con un modelo agotado o buscar nuevas alternativas en un contexto global cambiante.
Las Contradicciones Sociales y el Declive del Modelo de Desarrollo Estabilizador
Aunque el Desarrollo Estabilizador logró altas tasas de crecimiento económico durante tres décadas, su éxito se construyó sobre profundas desigualdades sociales y regionales que eventualmente minaron su viabilidad. Mientras las grandes ciudades y los polos industriales se modernizaban rápidamente, amplias zonas rurales permanecían en el abandono, con una agricultura estancada y bajos niveles de vida.
El campo mexicano, que había sido la base de la economía en épocas anteriores, quedó relegado a un papel secundario, sin acceso a créditos suficientes ni a mercados competitivos. Los ejidatarios y pequeños productores enfrentaban precios bajos para sus cosechas, mientras que las políticas gubernamentales priorizaban la industrialización urbana.
Esta brecha entre el México moderno y el tradicional se hizo cada vez más evidente, generando migraciones masivas hacia las ciudades, donde los recién llegados se encontraban con empleos mal pagados y viviendas precarias en cinturones de miseria.
Al mismo tiempo, el sistema político priista, que había logrado mantener un férreo control sobre los sindicatos y las organizaciones populares, comenzó a enfrentar desafíos cada vez más fuertes. Movimientos obreros, como el de los ferrocarrileros en 1958-1959, y protestas magisteriales mostraron el descontento de amplios sectores con un modelo que privilegiaba la acumulación de capital sobre los derechos laborales.
El Estado respondió con represión en lugar de reformas, utilizando su alianza con las cúpulas sindicales para frenar cualquier demanda que amenazara la estabilidad económica. Sin embargo, esta estrategia solo postergó los conflictos, que estallarían con mayor fuerza hacia finales de los años sesenta.
El movimiento estudiantil de 1968 fue la expresión más clara de este malestar, pues aunque surgió en un contexto de demandas democráticas, también reflejaba el agotamiento de un sistema económico que beneficiaba a unos cuantos mientras marginaba a las mayorías. La violenta represión en Tlatelolco no solo marcó un punto de quiebre político, sino que también puso en evidencia las limitaciones de un modelo que ya no podía sostener su promesa de progreso para todos.
El Fin de una Era y las Lecciones del Desarrollo Estabilizador
Para 1970, el modelo del Desarrollo Estabilizador mostraba claras señales de agotamiento. Aunque había logrado un crecimiento industrial notable y una relativa estabilidad macroeconómica durante décadas, sus contradicciones internas—la desigualdad social, la dependencia tecnológica, el autoritarismo político—eran ya insostenibles.
La llegada de Luis Echeverría a la presidencia ese mismo año marcó un intento por reformular la estrategia económica, alejándose del conservadurismo fiscal y buscando mayor justicia social mediante programas de gasto público y reformas populistas. Sin embargo, este giro no resolvió los problemas estructurales, sino que derivó en inflación, endeudamiento externo y, finalmente, en la crisis económica de los años setenta.
El legado del Desarrollo Estabilizador sigue siendo objeto de debate entre historiadores y economistas. Por un lado, demostró que México era capaz de impulsar un crecimiento industrial acelerado bajo un modelo de intervención estatal y proteccionismo.
Por otro, dejó en claro que el desarrollo económico no puede sostenerse sin una verdadera inclusión social ni una democratización política. Las lecciones de este período son relevantes incluso hoy: el crecimiento por sí solo no garantiza bienestar si no está acompañado de políticas redistributivas, y la estabilidad macroeconómica no puede construirse sobre la represión de las demandas populares.
En última instancia, la experiencia de 1940 a 1970 sirve como recordatorio de que ningún modelo económico es eterno, y que su éxito depende de su capacidad para adaptarse a las cambiantes realidades sociales y políticas.
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